En 1999 surgen dos grupos civiles que se involucran y comprometen en realizar esfuerzos por revertir el deterioro ambiental de nuestra región, En Defensa del Ambiente y Biodesert, en un ejercicio más utópico que real por tener frente a sí un entorno antrópicamente muy alterado y con una población escasamente informada de los problemas locales de pérdida de calidad del aire, agua, suelo y biodiversidad, recursos naturales cuya conservación es fundamental para garantizar el desarrollo regional futuro de quienes nos denominamos laguneros.
Ambos grupos retomaban aquel esfuerzo que realizó la generación anterior cuya participación ciudadana buscó, quizá sin mucha eficacia, pero con gran trascendencia, incidir entre la población, particularmente entre los tomadores de decisiones, sobre la gestión o manejo de estos recursos, generación conformada por personalidades ejemplares que denunciaron e intentaron coadyuvar en la resolución de problemas como el entonces aún no grave hidroarsenicismo, que afectaba a poblaciones rurales de la periferia regional, o enfrentando decisiones políticas de trascendencia como la construcción de la termoeléctrica Guadalupe Victoria, no por oponerse al crecimiento económico regional sino por construirse en un lugar inadecuado, y otras de no menor importancia, pero que destacaron por manifestarse públicamente en los tiempos de aciago viejo régimen que no toleraba expresiones ciudadanas libres así demostraran que defendían más genuinamente el interés público que ni los mismos responsables de hacerlo, por haber sido electos o designados para ello o simplemente porque se les pagaba con nuestros impuestos para cumplir la responsabilidad que se les asignaba.
Ciertamente, las cosas han cambiado en la última década, cuando entonces hablar de la deforestación de los bosques y pastizales en las partes alta y media de la cuenca de los río Nazas y Aguanaval, del deterioro de estos cuerpos de agua dulce expresados en la pérdida de los ecosistemas riparios y la sobreexplotación de nuestros acuíferos, la contaminación del aire o la salinización de los suelos, y en sí todos estos problemas derivados de las actividades humanas que venimos realizando en el ámbito de la cuenca y de esta próspera región económica durante el último siglo y medio, era un ejercicio aislado y cuyo conocimiento se restringía a los espacios académicos de nuestras universidades y centros de investigación, entre algunos responsables de regular el uso de esos recursos o que era nota marginal en los medios de comunicación y, sobre todo, escasamente compartido con la mayor parte de la población.
Debemos reconocer que en estos momentos los asuntos relacionados con el deterioro y la gestión ambiental ya no tienen ese carácter tangencial de hace una década, sino que forman cada vez más parte no sólo de la nota roja de columnas principales en los diarios locales, del discurso de los políticos que quieren proyectar su imagen ante la población comprometiéndose a cuidar, proteger y mejorar el estado de esos recursos, y de la población que si bien no constituye el centro de su atención absorbida por los problemas de pobreza, desempleo o inseguridad pública, por lo que no le es ajeno ver o escuchar en los medios de comunicación sobre problemas como el arsénico, y menos lo será cuando se dé cuenta que la propensión a la diabetes y al cáncer puede tener su origen en el agua de pésima calidad que toma diariamente de la llave de su casa.
Pero también debemos reconocer que al fluir mayor información de manera pública sobre estas cuestiones no implica que se estén atendiendo, ni mucho menos que se estén solucionando, o quizá es más adecuado decir que se estén tomando las mejores decisiones sobre la gestión o manejo de los recursos naturales cuyo estado condiciona la calidad de vida de nuestra generación, o lo hará con las que vienen tras de ella; pero lo que sí nos queda claro a los ciudadanos que tratamos de mantenernos informados, es que las decisiones que determinen las políticas públicas sobre los bienes comunes como el agua, el aire, el suelo y la biodiversidad, independientemente de quien ejerza su propiedad y usufructo, no son un asunto que se limite al propietario, concesionario o funcionario responsable de regular su uso.
En cuestiones del ambiente, ninguno de estos últimos se puede arrogar la facultad de decidir unilateralmente, puesto que lo hace con el riesgo de perjudicar a sus pares, o y ojalá así fuera, de beneficiarlos. Si bien esta percepción de las cosas no es una característica inherente a los tomadores de decisiones, y en sí quizá de nadie en forma natural, para quienes lo hacen sobre el interés público, resulta no sólo más confortable involucrar la participación ciudadana, sino más rentable en términos políticos, y es esta una nueva enseñanza de la política pública en nuestro país.