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Antes de que se volatice el 2010

ADELA CELORIO

Ya ni el tiempo es como antes. El año ya no se escurre lentamente entre los días, sino que por exigencias de la tecnología, ahora se volatiza y cuando venimos a darnos cuenta ya estamos aterrizando de nuevo en diciembre, con su intensa carga de felicidad, de buenos deseos, de abrazos y besos light.

Nada que realmente nos comprometa a la buena vibra del felicitado, sino simplemente porque es lo que toca antes de partir la Rosca de Reyes. Empujando a enero volverá a aparecer febrero con su des-viejadero; y como todos los años, coronada de flores, en marzo aparecerá la primavera. Aprovechando una semana que antes se eternizaba entre luto, oración, abstinencia y visitas a las siete casas, el próximo mes de abril volveremos a estancarnos en las carretas para llegar mal y tarde a cualquier playa donde apenas un poco después de desnudarnos para tirarnos panza al sol; estaremos empacando para el regreso.

¿Adónde van los días que pasan? me preguntó hace mucho tiempo una de mis niñas. Sigo pensando que fue una pregunta prematura para una chiquilla de ocho años y hasta para la madre que después de mucho tiempo aún no consigue responderla. ¿Existirán archivos celestiales, algo así como microfilms con el registro de cada uno de los acontecimientos que ocupan nuestra vida? Un inventario puntual de los días que vivimos y que pudiéramos consultar los interesados; bajo estricta identificación ¡por supuesto!

Hasta donde yo sé sólo contamos con la memoria para guardar selectivamente los sucesos que de manera particular nos marcan. Me dirán que para eso está la historia, pero esa sólo se ocupa - y nunca con fidelidad- de registrar los grandes acontecimientos como guerras, fenómenos naturales o sucesos políticos que inciden en la geografía del planeta.

Pero... ¿quién lleva el registro de las madrugadas invernales en que contra toda nuestra voluntad nos levantamos a trabajar? ¿Dónde se guarda la memoria de los millones de horas en que sin horario ni vacaciones, ascensos o descansos por enfermedad; dedicamos a los quehaceres domésticos las amas de casa? Me encantaría que existieran bodegas donde Dios archivara el tiempo que nos ocupan los sencillos afanes cotidianos como hacer la sopa, bañar y besar a los niños, o ese agujero negro en nuestra vida que son los trámites burocráticos. Hoy que la tecnología permite llevar un registro puntual de casi todo, ¿habrá quien se ocupe de contabilizar las infinitas horas de trabajo del hombre como un poderoso motor que día tras día empuja el mundo hacia adelante?

¿Adónde irá todo el tiempo que los hombres matan frente a la tele? Me gusta imaginar que algún día, anegados en llanto intentarán rescatarlas. Me gusta imaginar también que hay un archivo donde se guarda el tiempo de nuestra vida de tal manera que yo pudiera por ejemplo, rescatar aquel atardecer de un final de verano en que un encantador finlandés me pidió que me quedara con él para siempre. Sacaría ese día del archivo para cambiar la negativa final por un rotundo ¡sí! Hurgaría en el tiempo embodegado hasta dar con aquellas cuatro mañanas de mi vida en que me despertó una dulce monja del Hospital Español con una espesa taza de chocolate y la noticia de que ¡yo!; había parido un niño. Por entonces, aquel prodigio que rebasaba toda mi comprensión, me pareció natural. Hoy, anonadada, me arrodillaría para bendecir y honrar tal milagro. Entre las cosas que enmendaría estarían los besos que negué, o aquella noche en la playa de Akumal en que con unas ganas locas de aceptarla, contrariando el deseo de mi cuerpo rechacé una propuesta indecorosa.

Creo que lo justo sería una segunda oportunidad para enmendar los errores, desgraciadamente no existe. En el tiempo todo es definitivo. Cada cual su muy personal reloj, pero lo único que a mí me permite medir el tiempo son las cosas que sí me han sucedido. De las que no hice no queda ni huella. La medida de mi personal instante de vida, lo único capaz de materializar ese fluido que no puedo ahorrar, ni guardar, ni apresar, son las cosas buenas o malas que me han sucedido; porque sin ellas mi tiempo se hubieran volatizado.

Y después de estas reflexiones deshilachadas, lo que toca es preguntarme antes de que este momento se volatice también, ¿qué es lo que ha quedado en mi corazón y en mi memoria de este bicentenario 2010? Pues no mucho, quizá esa mirada que al coincidir con la mía sacó chispas. El día especialmente afortunado en que una de mis niñas tuvo a su niño; y algún otro especialmente desgraciado en que hicieron mutis mis queridos amigos en las letras Alí Chumacero, Carlos Monsiváis y de Germán Dehesa. La pesadilla del año es descubrir cada mañana al abrir el periódico; que el cáncer llamado Elba Esther sigue haciendo metástasis. Y usted pacientísimo lector ¿que rescataría entes de que se volatice el 2010?

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