"Un campo pobre, avejentado y conservador, que se repite a sí mismo en vano intento para ser lo que no fue, no es la tierra prometida."
Arturo Warman
Uno de los supuestos logros de la Revolución Mexicana es también una de las mayores razones de la pobreza del país. Se trata de la política agraria. Ni el reparto de la tierra ni la creación del ejido lograron que los campesinos de México superaran la pobreza de siglos. Simplemente hicieron que se desplomara la producción y el campo se mantuviera sumido en la pobreza en un momento en que las ciudades tuvieron su despegue económico.
En otros países del mundo no hay una diferencia importante entre el nivel de vida de la ciudad y el del campo. De hecho, es común que los habitantes del campo vivan mejor. En México la pobreza y la miseria se concentran en las zonas rurales. Esto es producto de unas pésimas políticas agrarias.
México tenía una excesiva concentración de la tierra en los tiempos de don Porfirio. Un censo agropecuario realizado en 1905 señalaba que el 87 por ciento de la "propiedad rústica" del país estaba en manos de 4,831 hacendados. Cada uno de estos grandes propietarios tenía en promedio 13,500 hectáreas. El promedio, sin embargo, oculta la verdadera concentración. En el norte un puñado de familias concentraba la mayor parte de la tierra, como los Madero de Coahuila, quienes tenían enormes extensiones de tierra, pero también generaban miles de empleos productivos.
La reforma agraria llevó las cosas al otro extremo. La tierra fue dividida y subdividida. Para 1991, cuando el proceso se había ya detenido ante la falta de tierra por repartir, otro censo agropecuario señalaba que los ejidos y comunidades indígenas representaban el 59 por ciento de la propiedad rústica. Cada uno tenía 29 hectáreas en promedio. Pero los promedios ocultan la realidad. En el sur del país son comunes las unidades de producción de menos de cinco hectáreas. Las granjas privadas, mientras tanto, abarcaban sólo el 41 por ciento de la propiedad rústica en 1991 y registraban una extensión promedio de 50.8 hectáreas.
La mayor parte de la tierra en México no cuenta con derechos cabales de propiedad. Los ejidatarios o comuneros no pueden vender sus predios, pero tampoco comprar los de sus vecinos. Esto impide la consolidación en unidades más productivas.
El artículo 27 de la Constitución fue enmendado en 1992 para permitir la venta de los ejidos, pero se impusieron requisitos que vuelven el proceso virtualmente imposible. Basta ver las dificultades que tuvo el gobierno para la compra de los terrenos donde supuestamente se ubicará la refinería de Tula, Hidalgo, para entenderlo. El hecho es que sólo una porción mínima de los ejidos nacionales han sido vendidos en estos 18 años. Los propietarios privados más productivos, mientras tanto, tienen que recurrir a prestanombres y simulaciones a fin de incrementar la tierra en producción.
Un ejemplo reciente de las consecuencias del reparto agrario lo tenemos en Chiapas. Después del levantamiento del EZLN en 1994, el gobierno buscó apaciguar a los alzados expropiando tierras productivas -"latifundios" de 10 o 15 hectáreas-para repartirlos entre los zapatistas. La mayor parte de esa tierra está hoy abandonada.
El problema es el sistema de propiedad. Hemos fragmentado la tierra y hemos impedido su comercio, lo cual ha disminuido los incentivos para la productividad. Lo peor es que nuestros gobiernos han creado este sistema empobrecedor con el argumento de que es un "triunfo" de la Revolución.
Los políticos argumentan que la pobreza del campo es consecuencia de la falta de subsidios. México no es, efectivamente, el país que otorga más subsidios al campo. La Unión Europea da el equivalente al 23 por ciento del valor de la producción. México, sólo el 12 por ciento. Pero otros países dan menos y se cuentan entre los más productivos del mundo: Estados Unidos, 9 por ciento; Australia, 4 por ciento; y Nueva Zelanda, 1 por ciento.
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