No quiero contradecirme, pero debo reconsiderar lo dicho en el primer capítulo: la pasión siempre puede más.
Con decirles que un colega recogería a mis chavos en la escuela, y de allí a ver el partido contra Francia, esencial para cualquier aspiración de avance. La historia sonaba por demás coordinada. Corretear la chuleta un rato en la mañana, y encontrarme con ellos en el Jaleo, un bar de barril negro y boquerones, todo ideal.
¡Pero hágame usted el favor! A mi muchachito se le ocurre olvidar entregar la nota, necesaria para salir de la escuela. Y me lo dice muy quitado de la pena, el escuincle caradura. Su pequeño detalle vendría a descuadrar toda la historia, porque entonces camión 13:30 es rayando a la hora de los himnos, que por cábala deben escucharse.
Y me lo dice muy quitado de la pena, mientras mi hija lo observa molesta, ella que había cumplido pulcramente su obligación de entrega.
--"Entonces te quedas aquí y lo ves solo..." -le dije, pensando en la auto-impuesta cábala del himno, algo que se debe cumplir.
Obviamente por la noche decidí que no fueran a la escuela. Mi breve remordimiento de conciencia, no fue de padre de familia ejemplar, sino un "pónganse la verde chamacos", esto es cada cuatro años, vámonos entonándonos.
Entonces los tiempos se mostraron benignos, y el himno se hizo acompañar de una cerveza fría, cual debe ser. Ocurrió el partido, reparó el tumulto, comenzó el brincoteo, se derrumbó el bulto, se formó el grito, se desmoronó la quietud, surgió la esperanza, regresó la sonrisa. Una alegría momentánea para el pueblo herido, aire fresco al paredón de los ahogados infortunios.
Como resultado del triunfo, surgió desde el epicentro un grito ahogado: al Angel de la Independencia: glorieta axial: vaso bombeador de las venas circulatorias, sitio donde una legión de sentimientos toma forma, moldeándose y diluyéndose, en el grito sostenido de la respiración aguantada.
Los fracasos históricos no menguan el deseo colectivo de triunfo, ese deseo tan fuerte que no es mitigado ni por lo que parece imposible: ganar la Copa del Mundo. La razón: el estoicismo arraigado de las víctimas, producto de nuestra historia interrumpida, tergiversada de cuajo; la consecuencia: una vorágine de solitarios (de hombres, de mujeres), que ante cualquier historia de éxito irrumpen en sus gargantas con hambre de triunfo, aunque de ellas se escuche el grito cegador de la decepción acumulada. Allí, sentados todos en la banqueta, con la cara pintada, festejamos a los cuatro vientos, tratando de evadir la diaria realidad que nos golpea.
En eso estábamos, festejando bajo el cielo gris, cuando en él reparamos. Fue mi hijo el que me lo señaló. Con la bandera tricolor al cuello intentaba trepar un árbol. Vi su torso desnudo y huesudo y sus cabellos crespos. Vi sus muslos descarapelarse con cada corteza. Vi sus primeros desapercibidos metros, y sentí cuando, detrás de él, una marea verde comenzaba a brindarle aliento. El deseo de llegar más alto permeaba en la masa. Aprovechó el remanso de unos troncos para hondear la bandera, lanzando un guiño a los gritos de la mayoría, que lo exaltaron lanzándose a las alturas de otra rama angosta. Su precario equilibrio hizo que el Angel entero, las alturas del árbol, la verde multitud, el cielo gris incluso, se sembrara de gritos. Temiendo su desmoronarse al crujir de la rama, deseábamos enormemente verlo subir. En su odisea de triunfo --o de fracaso, nos sentíamos hermanos. Nuestras manos se identificaban con sus muslos sangrantes.