Quiero hablarle de una cinta necesaria para los niños y otra para los papás de estos niños. Estos días nos dan pocos motivos para ser optimistas respecto al futuro de nuestros hijos. Cuando se cumple el aniversario de 50 de hijos de padres trabajadores muertos por negligencia; o se da carpetazo al caso del dudoso deceso accidental de una niña de familia acomodada; o cuando el rumor sobre la existencia de una manta amenazante causa histeria en primarias de la ciudad, se manifiesta la vulnerabilidad en que viven los niños. Sus cuerpos y mentes desvalidos ante amenazas reales o imaginarias. Inermes frente al poder de los mayores, o primeros damnificados de la impotencia de sus padres. Es un mundo cruel para los más pequeños. ¿Hasta qué grado se dan cuenta?
Los niños viven precariamente ahora, que el planeta más o menos coopera con nuestra subsistencia. Imagínese cómo será cuando la naturaleza nos dé finalmente la espalda, porque así nos lo buscamos o por su imprevisible y brutal capricho. De ese momento terrible nos habla El Último Camino.
Tras años de resistir en un mundo devastado por un apocalipsis no identificable, un padre y su hijo persiguen su última esperanza viajando a pie rumbo a la costa. En el océano mantienen la ilusión vaga, sin justificación real, de que habrá calor y alimento. En el camino se encontrarán con horripilantes muestras de degradación y crueldad humana, que por desgracia, dadas las circunstancias, se antojan perfectamente lógicas y predecibles. La cinta, basada en una novela de Cormac McCarthy, propone un viaje oscuro y angustioso (realmente difícil de tolerar por momentos), que reúne todos los elementos de la peor pesadilla de un padre. Entonces, ¿por qué habría alguien de pagar boleto para someterse a tal suplicio? Se me ocurren un par de motivos. Uno: imaginar previsiones para escenarios impensables. Y dos: por unos días ser más tolerante y cariñoso con esos latosos imprescindibles de su corazón.
A ésos consiéntalos con El Secreto De La Sirenita, posiblemente su primera cinta de Miyasaki, que si estuviéramos en Japón sería tan importante como su primer Pixar. Se trata de una fábula dulce y visualmente impactante; hecha a la antigüita, es decir, por dibujantes encorvados sobre restiradores. A diferencia de otras obras del maestro japonés la animación parece más ocupada con la fluidez de los movimientos que con la belleza del dibujo, un giro apropiado para el tema marítimo. Con un estilo narrativo exótico para quienes vivimos contaminados por Hollywood y con una sensibilidad particular que le da línea directa a los temores de los niños, pero sin abusar de ellos, Miyasaki busca congraciar a la humanidad y la naturaleza por medio de la representación de un noviazgo inocente. Veamos la historia de Miyasaki como una invitación a renovar nuestros votos con el planeta. Y la de McCarthy, para que el divorcio no nos agarre desprevenidos.
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