Cinecrítica
No pretendo equiparar la situación que se vive en las calles de Iraq con la que vivimos aquí, pero guardando la debida y bendita proporción de las cosas, podemos trazar algunos paralelismos entre la coyuntura iraquí que refleja La Zona De Miedo y nuestro pan de cada día con las fuerzas armadas. La cotidiana vista de convoyes militares en las calles laguneras (una situación impensable hace aún pocos meses) debería despertar nuestra curiosidad sobre la personalidad de los militares.
Al verlos por el espejo retrovisor, no me cabe duda de que se trata de jóvenes valerosos, conscientes de lo delicada de la situación y entrenados con los mejores recursos que el país es capaz de aportar. Confío en que la lealtad a la nación, y el rol de protectores de la sociedad civil les fueron recalcados en su entrenamiento; ese entrenamiento en el que adquirieron total dominio de los rifles de alto poder que me pasan por enfrente mientras espero para cruzar la calle. Tengo confianza en que la mayoría de ellos, mis vecinos de carril en el semáforo, son buenos soldados.
Los malos soldados no me interesan. Tampoco a Kathryn Bigelow, la directora de La Zona de Miedo, y en buena medida a eso se debe que le hayan dado tantos Óscares. Su cinta no cuestiona los endebles motivos de la guerra contra el narco, quise decir Iraq, ni su oscuro trasfondo político actual. Su intención es la de seguir de cerca a un pequeño grupo de especialistas militares en explosivos, que en base a protocolos, métodos y calendarios buscan dar sentido a una realidad amorfa.
El conflicto aparece cuando al grupo se integra un nuevo miembro, de capacidad deslumbrante, pero personalidad desquiciante. Él se convertirá en la más grande amenaza a la precaria y artificial sensación de equilibrio que su entrenamiento y los infinitos recursos de la armada gringa pretenden imponer. Se trata de un misántropo de conducta rayana en la sociopatía, pero una verdadera estrella desarmando bombas. No es ajeno a su desorden mental, está inconforme con su manera de ser, y constantemente se esfuerza en preocuparse por sus compañeros de unidad, o por un chamaco iraquí que trafica con películas "piratas", o por su esposa e hijo del otro lado del mundo. Busca cultivar relaciones normales, aunque la comunicación que en realidad le interesa es la que mantiene con el artesano que fabricó la bomba, ese que en muchas de las ocasiones le mira trabajar de lejos.
Bigellow crea el retrato verosímil de una personalidad límite, aderezado con secuencias de acción y suspenso que no buscan ser puntos de quiebra dramáticos, sino escenarios que enriquezcan (de modo enfermizo) la vida del personaje central, al grado que le resulten indispensables.
Volviendo a nuestras calles: la próxima vez que se le empareje un convoy, mire bien a los jóvenes y busque entre los muchos rostros profesionales serios y disciplinados, a un adicto al peligro. ¿Sabe qué? Mejor no busque nada. Déjelos pasar y deséeles suerte.