Casi nada sé de la fiesta taurina, y aún así, sé más de lo que me interesa saber. Sé, por ejemplo, que cuando un toro se porta a la altura de las expectativas del público, jueces y matador, y muestra bravura, alegría y concentración, tiene la posibilidad de alcanzar el indulto.
El toro no tiene idea, por supuesto, de la situación de “coopelas o cuello” en que está comprometido. Él se limita a portarse como un animal que repentinamente se encuentra en un ambiente tremendamente hostil y confuso. Ignora cómo ganar el juego. Y aunque los defensores de las corridas insisten en que se trata de una lucha a muerte entre hombre y bestia, cuando el toro cuerna a un torero, el bovino es sacrificado, no premiado. Nadie lo saca en hombros, pese a que, ante los ojos de un observador ignorante, o de un alienígena, o de un simple jodón, el toro ganó el enfrentamiento.
En una situación similar se encuentran quienes caen en manos de los Depredadores. Secuestrados de la tierra, donde tranquilamente se dedicaban a sus diversas ocupaciones sangrientas, un selecto grupo multinacional de matones se haya de pronto en un extraño planeta selvático. Pronto se dan cuenta que, en lugar de pelear entre ellos, es indispensable que trabajen unidos contra una amenaza mayor.
Ellos no recuerdan, pero quienes admiramos la original de 1987, sabemos que los acecha una raza de ventajosos cazadores recreativos que, como los humanos, se amparan en un acomodaticio código de ética deportiva.
Desperdiciando un planteamiento prometedor y un arranque trepidante, Depredadores se convierte pronto en un ejercicio monótono, que desaprovecha oportunidades dramáticas de manera criminal. El director Nimrod Antal, que en sus trabajos anteriores Vacancy y Armored exprimió, con cierta habilidad y ritmo, toda la tensión posible de argumentos elementales, ahora es poseído por una prisa inexplicable y atiborra la historia con sujetos y subtramas a medio cocer.
Mucho más podría haberse esperado de personajes como el superviviente enloquecido, el yakuza, o el doctor, pero Antal parece urgido de despacharlos rápido y llegar a su final abierto, esperando una segunda parte que posiblemente no llegará. Como se echa de menos la excelente mano del director John McTiernan, a Arnold, la inmortal escena del contacto inicial, la personalidad del primer Depredador. Bien dicen que nadie sabe lo que tiene, hasta que hacen la secuela.
Si le apetece algo totalmente distinto, considere La Edad del Deseo, del maestro Stephen Frears. Es un drama disfrazado de comedia fina, que narra las aventuras de una cortesana acomodada, otrora depredadora de hombres ricos y traficante de petite morts. Ella, la aún hermosísima Michelle Pfeiffer (no digo “aún” por superficial, sino porque la edad es tema) se enreda con un jovencito, casi a petición de su madre, una ex colega. La relación inicia como un juego entre gente que aparenta tenerlo todo, pero avanza hasta descubrir carencias esenciales. Es una cinta menor de Frears, pero no desprovista de belleza y garra. Una buena reflexión sobre la ociosidad, el amor verdadero y la maldita falta de sincronía.