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CINECRÍTICA

HIDALGO: LA HISTORIA LA ESCRIBEN LOS GARAÑONES

MAX RIVERA 2

Hay una distancia enorme entre el texto que puede leer sobre el Cura Hidalgo en las clásicas estampitas de las papelerías, y lo que verá en Hidalgo, La Historia Jamás Contada. Es la distancia entre la inocencia simplona y la malicia tendenciosa. De entrada le comento que prefiero a este Hidalgo mujeriego, parrandero y jugador, que al tótem sintetizado, estandarte en una mano, soga del badajo en la otra. Lo prefiero así desde hace muchos años, desde Los Pasos De López, novela en que Jorge Ibargüengoitia lo disfraza apenas con el apellido Periñón.

Si no se tiene la curiosidad para profundizar en la historia de México, será difícil trascender la imagen acartonada del prócer. Y si le llega a atacar un ansia investigadora, se encontrará con versiones contradictorias, que minimizan algunas acciones y sucesos para exagerar otros. El simple cuestionamiento sobre su excomunión, que debiera tener una respuesta tajante en afirmativo o negativo, ha sido motivo de debate durante décadas. Por un lado existe el edicto de la excomunión, pero por otro, se asegura que fue confesado y recibió comunión en varias ocasiones durante su juicio y antes de su fusilamiento. ¿Cuál es la verdad? ¿Está esa verdad en los dichos y documentos, o en la coyuntura política, que enfrentaba al insurgente contra los intereses de la Iglesia? No seré historiador, pero puedo ser tan tendencioso como uno.

Es precisamente con ese momento de la vida de Hidalgo que arranca la película de Antonio Serrano, con una impresionante recreación del rito descrito en el edicto. El héroe ha sido encarcelado en Chihuahua, y antes de someterlo a la justicia civil, se le degrada eclesiásticamente. A partir de ahí, con una serie de flashbacks, conocemos la juventud del cura; su cercanía con los indígenas; su amor por el teatro y los libros prohibidos, que no lo eran por eróticos sino por subversivos; sus mujeres y sus niños; sus enfrentamientos constantes con las alas más conservadoras de la Iglesia. En una decisión artística arriesgada, pero que se prueba acertada, quedan fuera las tertulias conspiratorias, el famoso Grito y las efímeras glorias militares. No tenía caso repetir lo mostrado hasta el hartazgo en telenovelas pretenciosas y festejos escolares con calvas de papel maché.

Además de destacar sus talleres de oficios para indígenas, rasgo que lo asemeja a los mejores misioneros católicos, la película pasa largo tiempo narrando su montaje del Tartufo de Moliere: una denuncia feroz a la hipocresía religiosa. El episodio, a la vez que como seductor, lo pinta como educador inteligente, capaz de un agudo sentido del humor y de la justicia. Esta apreciación arroja nueva luz sobre la estampita del estandarte guadalupano. Descubre a un virtuoso de la teatralidad, a un comediante que se vale de los símbolos para denunciar el fariseísmo, la inequidad, el saqueo. Ese Hidalgo sigue vigente. Ese cura sigue gritando y sonando la campana porque no ha acabado su trabajo.

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