Cirugía sin bisturí
Diciembre no era del agrado de Raquel. Le parecía que era un mes lleno de ruido y de prisas en que predominaba un consumismo grotesco. Aseguraba que la época prenavideña era un chantaje emocional de los comerciantes para hacer gastar a los incautos con la patraña de que el afecto por sus seres queridos sólo se podía demostrar mediante la compra de regalos. Pregonar desprecio hacia el frenesí decembrino le hacía sentirse una persona sensata, pero esa conducta no obedecía a una convicción profunda sino a un afán de justificar una vida carente de relaciones significativas. Fuera del trabajo no interactuaba con nadie y aun en su labor como encargada de una biblioteca pública los contactos con otras personas eran mínimos. Por eso le agradaba tanto ese oficio. Clasificar libros, llevar el control de los mismos y mantener el orden del lugar era una labor sencilla cuya rutina llenaba sus mezquinas jornadas. Una oscura biblioteca de una provinciana ciudad dominada por el analfabetismo funcional le servía para mantener fuera de la conciencia su egoísmo. En el fondo agradecía que lo poco atractivo del acervo y el nulo interés de la gente por los libros volvieran más esporádicas las visitas de lectores a aquel recinto. Fuera de un dócil puñado de jubilados, únicamente los chamacos de escuelas federales acudían de cuando en cuando a aquel sitio para consultar las enciclopedias. Eran ruidosos y algunos hasta tenían el descaro de arrancar páginas a los libros, pero Raquel sabía imponerse y conseguía con airados reclamos y persuasivas amenazas que los mozalbetes destructores se marcharan para siempre.
En aquel inicio de diciembre Raquel tenía 43 años recién cumplidos, pero la severidad de su rostro, con el entrecejo permanentemente fruncido, su manera conservadora de vestir y lo agrio de su carácter la hacían parecer mayor. No era fea y tuvo pretendientes, mas éstos se alejaron al comprender que no hallarían afecto al lado de una mujer tan huraña. Tampoco tenía amistades que la compensaran por el hecho de quedarse totalmente sola cuando murió doña Pilar, quien siendo madre soltera a duras penas pudo criarla en un entorno de privaciones.
De su progenitora fallecida un lustro atrás, aparte de una situación de penuria crónica solamente heredó prejuicios y manías. Los días de Raquel eran una sucesión de patrones neuróticos. Hasta en sus semanas de vacaciones y en los días de asueto, todo lo hacía sujeta a horarios inclementes. Jamás se daba una tregua. Para ella la diversión constituía un pecado capital del que debía abstenerse por el bien de su alma. Con la puntualidad de un fino reloj suizo, de lunes a viernes se desplazaba de la casa al trabajo y del trabajo a su casa, los sábados salía a comprar provisiones y los domingos acudía a la misa de catedral oficiada por el señor obispo y por el padre Diéguez, su vicario.
Cuidaba obsesivamente el orden, no toleraba libros fuera de lugar ni sillas desacomodadas. Eso que sería una virtud en otra bibliotecaria se convirtió en pesado defecto porque su conducta demandante era percibida como agresión por los lectores. Raquel había transformado la biblioteca en un inútil depósito de libros. Y parecía creer que el orden impuesto en ese recinto era una prueba de que su vida personal estaba ordenada.
Si el orden equivaliera a una estéril rutina cabría afirmar que ella llevaba una existencia ordenada, pero en los escasos momentos en que no trabajaba compulsivamente y en que el cansancio acumulado le impedía llenar su mente con trivialidades, intuía que esa forma de vida no le daría la felicidad que anhelaba. Mortificada por esos atisbos de su real situación quiso creer que la dicha le aguardaba tras la muerte. Después de todo, tanto doña Pilar como el sacerdote que la confesaba le habían inculcado que el mundo era un valle de lágrimas y que la vida en abundancia sólo se encuentra en el paradisiaco más allá reservado para los que cumplen con las exigencias de los jerarcas de la iglesia. Por cierto, su confesor y director espiritual, el padre Diéguez le decía que una manera segura de ganar indulgencias era viajar a los santuarios marianos en las peregrinaciones que él organizaba a través de una agencia de viajes propiedad de su familia. De hecho, la amonestaba por no haber viajado ni siquiera una vez con la grey de la parroquia y le decía que la Virgen estaba muy triste por sus desprecios. De poco le servía a Raquel aclararle que no era falta de amor a la Santísima Virgen lo que le impedía viajar sino la falta de dinero, pues el sacerdote respondía que conocía personas con menos recursos que hacían lo necesario para poder peregrinar. Tras el regaño la bibliotecaria le prometió ahorrar para el viaje.
El primer sábado de aquel diciembre, mientras buscaba en el periódico los anuncios de descuentos en supermercados, advirtió en un recuadro el siguiente texto:
Para trabajo temporal de catalogación de libros se solicita persona competente. Ofrecemos ambiente agradable y horario flexible. Interesados presentarse hoy en “Los años dorados”, avenida Gertrudis Bocanegra 121 oriente de la colonia Centro.
Leer aquello le hizo pensar que la Virgen le estaba ofreciendo los medios para completar el pago de las peregrinaciones que organizaba el padre Diéguez. Era una oportunidad que no podía desaprovechar. Ella sabía catalogar libros y si el horario de veras era flexible podría ganarse el dinero necesario para viajar a aquellos santuarios. Por si fuera poco, el anuncio le hacía ver que el empleo era en una casa de ancianos por lo cual el trabajo no sería complicado.
Estaba tan contenta, que yendo contra su tacañería habitual tomó un taxi para llegar cuanto antes a “Los años dorados”. En cuestión de minutos estuvo llamando al portón. Una novicia la hizo pasar cuando le informó que estaba allí debido al anuncio en el periódico. Fue conducida ante la Madre directora de aquella casa. Se trataba de una monja de aspecto bonachón de unos 50 años. Ésta le sonrió y le dijo que en un momento la atendería. Estaba dándole cucharadas de papilla a un viejecito desdentado. El anciano parecía no querer comer y la religiosa mediante ruegos cariñosos y expresiones pintorescas hacía que abriera la boca. Resultaba raro ver a una monja madura participando en esa especie de juego, pero era evidente que así lograba su cometido. Y festejaba cada bocado con la frase ¡bravo don Arturo!, y el hombre sonreía mostrando sus encías vacías.
Después de que el anciano consumió la papilla, la religiosa atendió a Raquel. Ésta se apresuró a asegurarle que era experta en catalogar libros pues se dedicaba a eso en una biblioteca municipal. Afable, la monja le explicó que había que catalogar un ‘titipuchal’ de ejemplares, en su mayoría novelas, y llenar debidamente el formato 911 que el INEGI les exigía. Raquel aseveró que estaba calificada para encargarse de eso y que podía dedicarle a tal labor un buen rato cada día. La directora le dio una respuesta inmediata: ¿Cuándo empiezas? Bueno, madre -contestó Raquel- si usted quiere yo podría empezar hoy mismo, una vez acordados los detalles del pago. Qué bueno que tengas esa disposición -dijo la monja- pero a partir del lunes te encargarás de esos menesteres. Ya verás que te sentirás muy a gusto trabajando aquí; cenarás a diario con nosotros y en cuanto al pago, tú no te preocupes, el patronato procurará darte el mínimo profesional.
Aunque no sería abundante la retribución, Raquel finalmente aceptó el ofrecimiento comprometiéndose a terminar el trabajo antes de la Navidad. Pensaba probarse en ese empleo temporal y si no lo hallaba de su gusto lo abandonaría sin miramientos.
El lunes el tiempo se le fue desempolvando los libros y agrupando los que estaban en condiciones aceptables para incluirse en el catálogo. Cuando se marchaba cubierta de polvo le recordaron que cada noche cenaría allí. Así lo hizo y disfrutó aquella primera cena frugal a base de verduras cocidas, molletes y leche deslactosada. Araceli, la cocinera, era muy agradable y casi sin que Raquel se diera cuenta pronto ambas estaban conversando mientras lavaban la vajilla como si se conocieran de toda la vida.
Por Araceli, Raquel se enteró que en “Los años dorados” en promedio había 40 ancianos atendidos por cuatro religiosas, dos empleadas y tres señoras voluntarias que trabajaban un rato cada día. Además acudía un par de veces por semana un médico que no cobraba por sus servicios y los domingos iba un sacerdote a confesar a los ancianos y a oficiar misa.
Lo que Araceli no le informó es que por entrar en contacto con la comunidad de “Los años dorados” se pondría en relación directa con sus más profundos sentimientos.
Experimentó todo tipo de emociones. Sufría por el fallecimiento de algún interno, le conmovía el afecto manifestado por los ancianos, gozaba con sus bromas y se llenaba de furia al constatar el abandono de algunos por parte de sus familiares directos. Había viejecitos que teniendo hijos que gozaban de una posición desahogada por haberles traspasado el patrimonio familiar nunca recibían visitas ni llamadas telefónicas.
Don Arturo Martínez estaba en esa situación. El caso del pobre viejo hizo acordarse a Raquel de la historia del rey Lear de Shakespeare, pues -según le contó la Madre Directora- sus ingratas hijas lo abandonaron tras pasarles el dominio de su empresa, una acreditada tintorería.
Elaborar el catálogo bibliográfico le hizo pensar en la semejanza que pueden guardar los seres humanos con los libros. Sin duda aquellos abandonados textos reflejaban el destino de muchas personas. Su olvido y descuido se parecía al sufrido por los ancianos. Los parientes de éstos parecían no advertir su riqueza espiritual. No obstante la nobleza de aquellos viejos se imponía y no alimentaban rencores. Don Arturo, por ejemplo, seguía amando a sus hijas y con su boca desdentada todos los días pedía a Dios por ellas.
El contacto con aquella gente noble y descubrir el potencial de los libros de “Los años dorados” para enriquecer la vida de las personas le hizo apreciar más los volúmenes de la biblioteca municipal. Empezó a resultarle obvio que los libros cumplían su destino al ser leídos. ¡Qué estúpida había sido al dificultar el acceso a los mismos! ¿De qué servía mantenerlos en impecables condiciones a costa de poner trabas y condiciones desmesuradas para su lectura?
Le cayó el veinte y modificó su actitud. En la biblioteca municipal su prioridad empezó a ser propiciar el disfrute de la lectura. Los usuarios habituales se entusiasmaron ante esa positiva transformación y pronto hubo más lectores. En la casa de retiro se esmeró en terminar el catálogo. Al entregarlo pidió ser admitida como colaboradora voluntaria. Le dijo a la Madre Directora que aparte de ayudar a Araceli con el lavado nocturno de platos quería apoyar promoviendo la lectura entre los internos. La religiosa le dijo que de mil amores aceptaba, pero que tuviera presente que la mayoría de los ancianos ya no tenía su vista en condiciones de leer.
Eso no arredró a Raquel. Ya había comenzado a leer pequeños relatos en voz alta a don Arturo y a otros ancianos. Con la práctica, aprendió a darle calidez a su voz y a transmitir con riqueza de matices las más variadas emociones. Eso provocó que otros huéspedes se acercaran a escuchar lo que contaba. Pronto hasta los familiares que visitaban a los internos se quedaban otro rato para escuchar las narraciones.
Durante las noches de Adviento leyó varios relatos que tenían como común denominador la Navidad. Varios internos y otras personas disfrutaron, Regalo de Navidad de O’ Henry, Canción de Navidad de Charles Dickens y El gigante egoísta de Oscar Wilde. Entre esas obras clásicas intercaló algunas de autores laguneros. De Angélica López Gándara gustaron mucho las narraciones Álbum de Navidad que relata la historia de una anciana que repasa momentos de su vida a través de la revisión de fotografías tomadas en varias cenas de Nochebuena; y, sobre todo, Susurro de nieve que con amenidad cuenta las reflexiones que hace una ocurrente ama de casa sobre la obra más famosa de Dickens mientras hornea con desgano el pavo navideño.
Raquel podría haber aprovechado lo que le pagaron por el catálogo para participar en las peregrinaciones organizadas por el vicario Diéguez. No lo hizo. Sin pregonarlo hizo llegar esa suma y la totalidad de sus ahorros a quien más lo necesitaba. Sabía que la Virgen no se enojaría con ella por no viajar a la Villa del Tepeyac, a San Juan de los Lagos y a Zapopan. El que sí se enojó y mucho fue el padre Diéguez. Cuando éste preguntó en que había invertido su dinero ella respondió que en una urgente cirugía sin bisturí. Aunque fue poco precisa, pues en realidad fueron dos cirugías, ella esencialmente no mintió: desapareció de su frente el surco que se había hecho por traer tanto tiempo el entrecejo fruncido y tuvo una enorme apertura en su corazón.
Esos cambios eran tan notorios como la flamante prótesis dental que don Arturo estrenó en la cena de Nochebuena.
Correo-e: antonioalvarezm@hotmail.com