Colombia fue símbolo de atrocidad y origen de un verbo innoble. Colombianizar era sinónimo de la barbarie apoderándose de la política, de la economía de la sociedad. Puesto como caso límite, todos los países que lidian con el crimen organizado han pretendido escapar a la comparación: las cosas andan mal, pero no hemos llegado a los extremos colombianos. En el recuerdo fresco están los magnicidios, el azote del terrorismo, los escándalos de la narcopolítica, los territorios impenetrables; los chantajes de la guerrilla. Y ahora la política colombiana es una fuente refrescante en el continente.
La campaña que concluyó su primera etapa con la elección de ayer ha sido histórica por muchas razones. En primer lugar, por su paz. En un país en el que hace no mucho fueron ejecutados tres candidatos a la Presidencia, destaca la tranquilidad. Ha habido debate y polémica, pero ha imperado una extraña cordialidad política. La revista Semana en su editorial decía que el abanico de candidatos en esta elección podría ser la envidia de cualquier país. Nos hemos acostumbrado a pensar que el sufragio es la elección del mal menor. Votar por el menos pillo, por el menos incompetente. No parece ser el caso de esta elección en Colombia donde han participado seis personajes notables. Allá parece que la democracia ofrece la posibilidad de votar por quien exprese mejor las ideas y las aspiraciones de cada elector. Hay posibilidad de cambio, pero no hay improvisados. Cada uno de los seis candidatos presidenciales tiene experiencia y puede presentar en público sus orgullos. Orgullos del gobierno; orgullos de oposiciones.
Hace unos meses parecía que el pasado inmediato definiría la elección colombiana. El presidente sería Álvaro Uribe nuevamente o el más parecido a Álvaro Uribe. Después de ocho años al frente del gobierno, el presidente colombiano llega a su relevo como un mandatario extraordinariamente popular, el más popular de la historia del país. Algunas encuestas registran que casi el 80% de los colombianos elogia su gestión. Por eso coqueteó con la idea de una segunda reelección, pero el máximo tribunal decretó la inconstitucionalidad del propósito. Aún después de habérsele negado esa posibilidad, la continuidad se antojaba como opción imbatible. Una vez que los jueces definieron que no podía presentarse de nuevo a la reelección, parecía casi seguro que su delfín ganaría con facilidad la elección. Juan Manuel Santos, ministro de Defensa de Uribe fue, ni más ni menos, el encargado de la política de seguridad del gobierno saliente. Pero la campaña no fue el paseo que se esperaba. La continuidad sigue siendo atractiva, pero a la víspera de la elección, se asomaba la probabilidad de la segunda vuelta.
Un extraño político finalizó prácticamente empatado en las encuestas. El candidato del Partido Verde representa una novedad. Por una parte, representa la figura que escapa las clasificaciones, que desafía los estilos y las costumbres de la clase política. Por su origen, su nombre, su profesión, desentona con el ambiente de una política tan hermética como la colombiana. Seguramente no existe en la historia del asambleísmo universitario una moción de orden tan insólita como la del rector Mockus a principios de los años 90 después de desabrocharse el cinturón. En su política hay algo de bufón y mucho de maestro. Provocación y enseñanza: un civismo de diálogo, irreverencia y risas. En su actuar político se asoma el ejemplo de Enrique Tierno Galván en el Madrid de la nueva democracia y los gestos de Marcel Marceau. Un político que sabe que gobernar no es solamente mandar sino también educar y, sobre todo, dialogar.
Por eso no es otro charlatán de la antipolítica, como los que abundan en el continente. No es el empresario acaudalado que quiere comprar el poder y terminar las desgracias del país al tronar los dedos. No es el coronel de oratoria inflamada que llama a la reinvención nacional. No es un enemigo de los partidos, del congreso y de las estorbosas leyes. Mockus es el responsable de uno de los renacimientos urbanos más exitosos en las últimas décadas. Esa es su mejor carta de presentación. Podrá decirse cualquier cosa de su traje de super héroe; de sus lecciones a pantalón caído; de sus mimos enseñando civismo en las calles, pero habrá que reconocer lo que hizo por la vida de los bogotanos. No está casado con ninguna ideología. Dice que mucho ha aprendido de la izquierda y mucho de la derecha. Su mensaje se refuerza con la presencia de su compañero de fórmula, Sergio Fajardo, también matemático, también heterodoxo y también exitoso alcalde colombiano. Una idea distinta de la política se asoma en su filosofía. Una idea que no incuba en las fórmulas estrictas de los tecnócratas ni en la severidad de los encargados del orden. Es una idea cultivada en la ciudad: en la posibilidad de que la política recupere ciudadanía y comunidad.