Tengo el alma dividida. Al inicio del mes de septiembre y desde niña, año con año solíamos poner una gran bandera mexicana fuera de mi casa para mostrar el orgullo que teníamos de haber nacido aquí, en nuestroMéxico. Una vez al año mis papás nos empacaban en la camioneta familiar a los siete hermanos, ilusionados y en pijama, para recorrer el centro de la ciudad y ver “la iluminación”.
Me impresionaban la avenida Reforma y todo el Zócalo tapizados con millones de foquitos que dibujaban banderas tricolores, la cara de Miguel Hidalgo y de otros personajes; además de los letreros de ¡VivaMéxico! que se encontraban por todos lados a la espera de la llegada del 15 y 16 de septiembre. La noche del día 15 nos juntábamos con los primos y el resto de la familia a ver el grito por televisión. En cuanto sonaban los primeros acordes del Himno Nacional, mi papá nos obligaba a levantarnos del sillón en señal de respeto. Por supuesto, al día siguiente vivíamos la emoción de asistir al desfile inaugurado por el presidente, quien saludaba desde un coche convertible a todos los asistentes, seguido por las fuerzas armadas y por los charros en la retaguardia, quienes iban erguidos con orgullo y portando trajes típicos sobre sus caballos. En el cielo los aviones dibujaban un listón al sobrevolar el Zócalo la ciudad. Mi México era un gran país.
El júbilo nacional se podía palpar en la calle y en toda su gente, estudiantes, meseros, taxistas, el vendedor de globos o el policía de la esquina. No había coche o casa que no ostentara su bandera, por lo que sus vendedores, que las ofrecían en todos los tamaños, hacían su agosto. Me daba orgullo ver pasar muchos camiones llenos de turistas americanos, quienes fascinados recorrían nuestra ciudad y nuestro país... mi México. Asimismo, durante las vacaciones mis papás aprovechaban para llevarnos en coche a diferentes ciudades del interior. Conocimos gran parte del país por carretera.
Qué orgullo recorrer sitios como Guanajuato, Guadalajara, Tabasco, Puebla, Morelia, Nuevo León, Pátzcuaro, el Lago de Janitzio con sus hermosos pescadores, Querétaro, Acapulco, Veracruz, Mérida, en fin… transitamos así muchos de nuestros lugares mágicos. En ese momento no nos percatábamos del privilegio que era viajar sin temor alguno, las únicas aprensiones eran del tipo mecánico-automotriz.
En fin, la idea es que tanto en la escuela como en la casa nos inculcaron una auténtica querencia por nuestra bandera, por nuestras raíces, por nuestra tierra, por nuestra cultura.
Extraño a ése mi México que me hacía sentir orgullosa. Hoy siento una gran pena al ver tanta tragedia e inseguridad. Ver las hermosas playas y ciudades turísticas manchadas de sangre y violencia.Ver el país manejado por partidos que sólo velan por sus intereses, en lugar de por el progreso y el crecimiento de su gente. Ver la falta de oportunidades que los jóvenes padecen. Ya no experimento la otrora vanagloria por pertenecer a una nación pujante, en crecimiento, con sus problemas naturales, pero con avances.
La pregunta que formulo es: “¿Puedo como mexicana hacer algo?, ¿podemos?”. Dicen que el mal en cualquier lado se da, cuando la gente buena no hace nada. Y la frase de HellenKeller con la que casualmente me encuentro parece responderme: “Soy sólo una, mas aún soy una. No puedo hacer todo, mas aún puedo hacer algo; no rehusaré a hacer algo que está en mis manos”.
Tengo la esperanza de que con el esfuerzo de todos cambiemos este país y un día recupere el alma, para que con la camioneta llena de mis nietos en pijama Pablo y yo vayamos a ver “la iluminación” con la misma tranquilidad de antes y el orgullo que sentía por ese mi México que conocí y viví.