No sabía qué esperar del famoso Camino de Santiago. Había escuchado que le daba un sentido distinto a tu vida y mi esposo llevaba ocho meses ilusionado con realizarlo. La única indicación del organizador fue: "Llévense sólo lo indispensable". "Primer reto", dije en mi interior. "La ruta que haremos no es la tradicional, ésta sale de Oporto, pero es una de tantas que hay para llegar a Santiago de Compostela, hechas desde la época de los romanos por los peregrinos de todas partes del mundo. "Montaremos a caballo durante seis días, unas cinco a seis horas diarias para recorrer un promedio de 165 y 175 km en total", me dijo Pablo mi esposo, quien afanosamente marcaba con un plumón en un mapa cada pequeño pueblo y camino que recorreríamos. "Segundo reto", volví a pensar: nunca había estado sobre un caballo más de tres horas, y eso sólo en ocasiones especiales, pero el entusiasmo de mi marido me encantaba.
Me intrigaban nuestros 16 compañeros de viaje, tres mujeres y 13 hombres a quienes, con excepción de tres personas, conocimos hasta llegar al punto de encuentro. Ahí me di cuenta que Pablo y yo éramos la única pareja. La buena vibra de todos se sintió desde el primer contacto visual. Me cayó bien el guía con su concha de vieira al pecho amarrada a una tira de cuero, un sombrero añejo y su aspecto desenfadado.
Comenzó el camino y sus retos. Los caballos flacos, sucios, sobre-trabajados y muy cansados, nos vieron llegar con recelo después de haber transportado peregrinos durante cinco meses sin descanso. Atravesamos campos, viñedos, piedras, ríos y asfalto. Los jinetes asoleados, cansados y polvorientos nos hospedábamos en pequeñas casas rurales muy sencillas. El dolor en la espalda baja, los glúteos y la entrepierna aparecieron desde el primer día, ninguno se quejó. La comida pre organizada y pagada consistía en cosas muy básicas y frugales. El no estar conectada a Internet, a Twitter y a mis correos, al principio me provocó angustia y un sentimiento de quedar mal con no sé quién por no estar disponible. Eso lo tomé como un reto más. Esa ansiedad poco a poco se relajó hasta que me di cuenta de que no sólo no pasaba nada, sino que podía estar más conmigo misma, con mi esposo, con la naturaleza, con el momento y con mis nuevos amigos. Cuánto se agradece cuando en un viaje cada miembro del grupo se muestra paciente, generoso, flexible y con buen espíritu.
A lo largo del trayecto, con frecuencia formados en fila india, tuvimos mucho tiempo de silencio, para pensar, observar, agradecer y meditar; también tuvimos otros lapsos en los que el camino permitía tener ricas conversaciones con el compañero que casualmente nos tocaba junto. Las pláticas fueron desde lo trivial y divertido hasta lo profundo e íntimo. El contacto con la naturaleza, con el caballo, con la tierra de algún modo quita máscaras, te conecta más con tu yo interno y, por lo tanto, con las personas también.
El viaje fue pesado, aleccionador y gozoso por muchos motivos. Al llegar a Santiago y hospedarnos en un parador que me pareció un palacio, me pregunté cuál había sido mi sentir al recorrer el Camino. Lo primero que me nació fue abrazar con profundo agradecimiento a Pablo mi esposo por tenerlo, por tenernos. Con el espectáculo del botafumeiro desplazándose a 60 km por hora y su aroma de incienso, en compañía del grupo y frente a los restos de Santiago, di gracias a Dios por la vida, por esa experiencia, por los amigos, la salud, las bendiciones y el privilegio de la vivencia. El viaje fue geográfico, pero también espiritual.