¿Sabías Gaby, que cuando mi mamá nació no había teléfonos? Me dijo Pablo, mi nieto de ocho años. "¿Cómo crees, niño? ¡Claro que había!", le respondí. Discutimos unos minutos, hasta que me di cuenta de que los teléfonos a los que se refería eran los celulares: "Por esooo te digo que no había...", me contestó triunfante.
En ese momento recordé cuando era niña y escuché a mi abuela contarme sobre la llegada del teléfono, el cual se activaba con una manivela y estaba en la central de Linares, Nuevo León. También me contó cómo por las tardes limpiaban los quinqués que iluminaban la casa durante la noche. "¡Qué horror!", pensaba, y me preguntaba cómo podían vivir así...
Cuando la cara de Pablo me regresó al hoy, me di cuenta de que la historia se repite, sólo que mucho más rápido. En ese momento me percaté de lo irreal y lejano que él ve ahora aquel mundo en que vivíamos apenas ayer.
Recuerdo también escuchar, en los últimos suspiros del Siglo XX y con la emoción por la proximidad del Siglo XXI, al economista Tom Peters, quien dijo que en los primeros diez años del tercer milenio viviríamos más cambios que en toda la historia de la humanidad junta.
Mientras prestaba atención a sus palabras, vi desfilar a la humanidad desde los tiempos babilónicos, las pirámides de Egipto, los descubrimientos mayas, la Revolución Industrial, la energía atómica, el hombre en la Luna, Internet, en fin... Y ante tal predicción me sentí intimidada: "¿Será posible?".
Ahora lo que me intimida es darme cuenta que Peters tenía razón, no obstante ha pasado ¡sólo una década! En efecto, los cambios que hemos vivido han sido como el minuto de caída libre que experimenté al tirarme de un avión en paracaídas: eterno y fugaz.
Aún dentro de esa rapidez con que transcurre el tiempo, recuerdo que cada enero me he propuesto cambiar algo de mi persona, de mi conducta, de mis metas, de mis hábitos y demás. Y quiero pensar que después de tantas buenas intenciones, al menos algo permeó en mí... ¡espero!, no lo sé. Lo que sí puedo asegurar es que muchos otros propósitos no los he cumplido.
Antes, acostumbrada al ritmo pausado de los cambios, me era posible "estar al día" con tan sólo estar al tanto del nuevo modelo de una cámara o de un aparato doméstico. En algún momento, esa misma inercia me hizo sentir que en la actualidad podría seguir sin dificultad los cambios radicales del día a día.
Sin embargo, llegó un punto en el que sentía una gran ansiedad al enterarme no sólo del nuevo modelo de una cámara o de un celular -que ya ni siquiera se daba en el lapso de un año-, sino de las miles de aplicaciones nuevas, juegos, softwares, gadgets y demás cosas que hoy tenemos al alcance. Me di cuenta entonces de que a menos que seas un techno-freak, materialmente es imposible "estar al día", por lo que decidí no angustiarme más y sólo seguir aquello que me interesaba.
De la misma manera, hoy ya no pretendo caer en la trampa de los mil propósitos y el entusiasmo inicial del mes de enero (además misteriosamente ese entusiasmo es el que acaba por sabotear mis aspiraciones), por lo que hoy sólo me propongo una cosa: vivir el momento. Disfrutar sin prisa de cada instante; pensar que para cada cosa que realizo tengo todo el tiempo del mundo, sea trabajo, tiempo de familia, de amigos.
Te invito a hacerlo porque si algo hemos aprendido es que todo, todo pasa más rápido de lo que pensamos y quizá cuando menos lo imaginemos, un nieto incrédulo nos platique que cuando su papá nació no había Internet, X-Box o cine en 3D. Y lo único que nos quedará en esa vorágine del tiempo es la esperanza de haber vivido plenamente cada momento.
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