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Como tres años antes, en Saltillo

Hora cero

ROBERTO OROZCO MELO

El día 2 de enero de 1964 desperté temprano y, cosa rara, no sentí esa brumosa sensación de flojera que suelen provocar las desveladas y las madrugadas. El 31 de diciembre de 1963 había sido agitado y compulsivo, ya que dicho día, a las 19 horas, me presenté a rendir mi protesta como presidente municipal de Saltillo. Obviamente aquel día se prolongó hasta las primeras horas del siguiente, primero de enero de 1964 que parecía repleto de actividades. Una de ellas, la primera: a partir de las ocho horas el nuevo alcalde asistiría al típico desayuno en homenaje a los policías municipales.

El hecho fue que la noche anterior dormí pocas horas ya que mi reloj biológico me alertó desde las seis de la mañana. Pronto me incorporé a la realidad y después de un breve duchazo atendí el llamado telefónico del comandante de la Policía municipal, Guillermo Reynaga, que me leyó un parte de novedades sin novedades, luego recibí los diarios locales del día, leí los desplegados congratulatorios de los comerciantes y de otro tipo de organismos, me tomé una taza de café que mi esposa María Elena había preparado, me vestí y salí a la calle para dirigirme al Rastro Municipal, acompañado de los ediles con el fin de desayunar con los policías, a costa de los matanceros y los tablajeros que tradicionalmente ofrecen esa atención a la gendarmería.

El clima era muy frío y las calles estaban cubiertas de nieve. Aquel Saltillo todavía era demográficamente pequeño, pero lleno de problemas urbanos estructurales. Los reportes no tardaron en llegar: la helada nocturna había desbielado un par de vehículos municipales, las tuberías conductoras del agua potable estaban reventadas en muchos tramos, una bomba de agua potable había tronado, las quejas por falta de autobuses urbanos se acumulaban en la comandancia de Policía y Tránsito y los empresarios se quejaban por el ausentismo de sus trabajadores.

Cuando llegamos al rastro nos detuvieron varias comisiones de vecinos para presentar diversas quejas sobre las ya dichas y razones otras diferentes.

Los jefes de departamento demandaban gasolina para mover a su personal en la atención a las demandas ciudadanas. Los policías, que ese día iban a estrenar ocho vehículos urbanos modelo "jeep" llegaron en automóviles de alquiler. Todo tomaba cauce hacia el alcalde recién estrenado y éste empezó a mover a sus colaboradores entre tacos de barbacoa y cucharadas de menudo.

Sin estar seguros de que habría almuerzo para todas las gentes que llegaban a quejarse de los daños de la helada nos atrevimos a invitarlos al convite y milagrosamente vimos cómo se repitió el milagro de la multiplicación de los panes. Alguien me dijo con orgullo: éramos dos mil asistentes y nadie se quedó con hambre. ¿Y los clientes de las carnicerías alcanzarán a comprar el recaudo para sus familias?, pregunté.

Don Pilar Valdés, líder de los tablajeros, me ilustró: "De aquí nadie se va a ir con hambre: ya andamos acarreando más reses para matarlas y destazarlas; ¡pero usted no se preocupe, señor alcalde!.. Eso también va por cuenta de nosotros...

Aquello parecía ciertamente un prodigio. Nos despedimos de los gendarmes y de la demás asistencia, pues en la Presidencia Municipal esperaba el alcalde anterior, doctor Eduardo Dávila Garza, para entregarnos las instalaciones. Las recorrimos, conversamos un rato y luego nos despedimos en la puerta principal del ex alcalde y de los funcionarios de la anterior Administración. Finalmente logramos sentarnos en torno a la mesa de juntas. Otros muchos servidores públicos estaban de pie sorbiendo tazas de café: las secretarias improvisaban un servicio para combatir el frío climático.

Poco después instalamos al nuevo Ayuntamiento, a cuyos integrantes solicité cooperación, responsabilidad y honestidad. Lo mismo que a los funcionarios. Todos protestaron cumplir con puntualidad ese deber.

Cerramos la asamblea y a guisa de reflexión les dije: "Créanme que estoy conmovido y admirado. Tenemos que responder con trabajo. Lo que vimos en el rastro fue verdaderamente milagroso". Iba a levantarme cuando pidió la palabra don Manuel Jiménez, un antiguo y respetado servidor municipal: "Eso y más verá, don Roberto, aquí todos los días se ven más milagros que en las iglesias. ¡Ya lo va a ver!..

Y en efecto durante los tres años de nuestro ejercicio tuvimos muchos otros problemas, pero todos pudieron resolverse. Obró en mucho el apoyo del gobernador Braulio Fernández Aguirre, pero siempre contamos con el respaldo de la ciudadanía. Tres años después, al salir de la ceremonia de transmisión del Gobierno municipal a un nuevo alcalde, don Jesús R. González, el mismo señor Jiménez me dio una palmada en la espalda cuando pasé a su lado: ¿No se lo dije don Roberto? me preguntó...

Al siguiente día, el primero de enero de 1967, volvió a nevar en Saltillo, como tres años antes...

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