A Menos de que sea una estrategia ultrasecreta, el calderonismo ha tendido una cortina de yerro, o sea, de errores.
Tal es la confusión o la indecisión en la actuación del Gobierno y su partido que muchas veces, sin dar un solo paso, se advierte el tropezón que frustrará su avance. Salvo la reforma a las pensiones del ISSSTE, así ocurrió con el combate al crimen, con la reforma petrolera, con la reforma educativa como ahora sucede con la reforma política. No arranca aun el periodo legislativo donde esta última debería dictaminarse y, de antemano, ha sido relegada.
No causa asombro tal hecho. Se hizo todo para que así fuera. Probablemente la intención era ésa para cargar la cuenta de la inacción a las oposiciones. Quizá, pero aun así los costos alcanzan a la administración. La oposición hace evidente su resistencia al cambio, pero el calderonismo, su fascinación por el ejercicio del no-poder.
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Decir que la administración y su partido hicieron todo para asegurar el fracaso de su iniciativa de reforma política es fuerte, pero no aventurado. El contenido y el continente de esa iniciativa estaban diseñados, consciente o inconscientemente, perversa o inocentemente, con ese propósito.
La magnitud de los problemas por resolver fijaba claramente la agenda del año. La adversidad económica con su explosiva carga social, el calendario electoral en distintas entidades con el natural sobrecalentamiento político y la creciente violencia derivada del combate al crimen hacían evidente dónde concentrar la atención, la energía y el esfuerzo político.
Producto o no de esa estrategia ultrasecreta, el calderonismo no consideró que así fuera. A punto de culminar el periodo legislativo, la administración estimó que lo prioritario era la reforma política. No la economía, las elecciones y la inseguridad.
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Desde el anuncio de la reforma política, se advirtió la falta de oportunidad para lanzar y enarbolar esa iniciativa.
El continente, el momento, era inoportuno y, además, estaba su contenido. Bajo el disfraz de responder a un reclamo ciudadano, la propuesta perfilaba el fortalecimiento del presidencialismo y de la partidocracia a costa del debilitamiento y recorte del parlamentarismo. Ello sin mencionar la locura de plantear la redistritación electoral del país, que no es otra cosa que replantear la geografía del poder.
A la par del problema del continente y del contenido de la reforma, el calderonismo incurrió sin querer o adrede en una práctica foxista: el desgano político. Esto es, lanzar la iniciativa sin molestarse en cobijarla, impulsarla y respaldarla. Tras el anuncio de la reforma política, ni una palabra, ni una acción en su respaldo. Nadie, llámese funcionario, legislador o dirigente panista, salió a proyectarla y defenderla.
"Ahí está la propuesta, hagan de ella lo que quieran", pareció ser la divisa del calderonismo.
Ni decirlo era necesario. La oposición hizo de ella lo que quiso, incluso con elegancia: en vez de batearla de un golpe sobre la base de su fuerza política, en el Senado, Manlio Fabio Beltrones convocó a especialistas nacionales y extranjeros, dirigentes partidistas así como a instituciones importantes para argumentar por qué la inviabilidad de la propuesta.
El resultado está a la vista: la reforma política ha sido relegada. Si no existe esa estrategia calderonista ultrasecreta, el hecho se resume en un nuevo fracaso.
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A su vez, el partido de la administración cerró la otra tenaza de la pinza que asfixiaría a la reforma.
Aunque no está muy claro si el dirigente César Nava sirve a la corriente calderonista o a la yunquista, a ambas o a ninguna, echó a andar una estrategia electoral de alianzas que garantizaba el fracaso de la iniciativa de la reforma política. Se acercó a la porción perredista que controla ese partido y le propuso ir juntos al campo electoral.
Obviamente, esa acción puso de punta los pelos tricolores y, muy probablemente, la adversidad que de por sí afrontaba la reforma política, se agregó como puntilla la decisión de confrontar al PRI junto con esa porción del perredismo.
Se entiende, desde luego, que en entidades como Oaxaca e Hidalgo, y a pesar de sus evidentes diferencias, panismo y perredismo se acercarán, y más cuando los nombres de los candidatos aliancistas -más que las ideas y los programas- constituían una garantía. Gabino Cué y Xóchitl Gálvez son personajes que animan a dar un solo frente a cacicazgos tales como el de Ulises Ruiz.
Se entiende eso, pero no que en el campo político se pida apoyo a un adversario para sacar adelante una iniciativa y en el campo electoral se le confronte como a un enemigo imperdonable.
Quizá Nava pensó que con esa coalición mataba tres pájaros de un tiro. Uno, intentar disminuir la velocidad de la recuperación priista con rumbo a 2012; dos, intentar disminuir al lopezobradorismo, llevándose como compañeros de viaje a Los Chuchos; y, tres, intentar ganar dos gubernaturas para rendir mejores cuentas que su antecesor Germán Martínez, que, por el fatal accidente de la guardería en Hermosillo, ganó una. Lo cierto es que el primer pájaro que Nava hirió en su loca cacería fue el de la reforma política presidencial.
La coalición electoral implicaba la colisión política. No se necesita ser estadista o adivino para entender que no se puede ir por dos caminos cuando hay un solo derrotero.
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Resulta impensable que el dirigente navista haya propuesto esas alianzas a esa porción del perredismo sin pedir permiso en Los Pinos.
Nava no es un político de muchas luces y menos aún con autonomía de vuelo. Pero, entonces, el disparo del secretario Fernando Gómez Mont a la política de alianzas nomás no acaba de encajar en ese juego, como tampoco que, después de sacrificar la reforma en razón de las alianzas, el presidente Felipe Calderón instruya al procurador Arturo Chávez a plantear una controversia constitucional en relación con la aprobación, por parte de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, de los matrimonios de un mismo género. Esa controversia es un gancho al hígado del recién aliado político.
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Si el calderonismo no tiene esa estrategia ultrasecreta para salvar al país, la contradicción en sus decisiones y acciones así como la falta de coordinación entre la administración, las fracciones parlamentarias y la dirección del partido están tendiendo una cortina de yerros, o sea, de errores.
Aflora de nuevo la duda shakesperiana del sexenio: ¿qué quiere la administración calderonista?, ¿cuáles son sus prioridades?
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