Vivimos entre la alegría y la tristeza, entre el placer y el dolor. Así transcurren nuestras vidas casi sin darnos cuenta de tales sentimientos, salvo cuando uno de ellos desaparece o se intensifica, especialmente si se trata del dolor.
La sociedad contemporánea favorece al placer y la felicidad, aunque sea una emoción falsa y temporal. Lo que más cuenta es tomar la bebida de moda, comprar el auto del año, usar el celular más moderno para sentirnos eufóricos. No importa que los hijos se queden sin comer o que las deudas crezcan irresponsablemente.
Pero no estamos preparados para las adversidades y menos cuando vienen acompañadas de sufrimiento, carencias y dolor.
Viene a cuento todo lo anterior porque en las últimas semanas hemos vivido de cerca escenas trágicas que parecen venir en cadena. Bien dicen que las penas nunca llegan solas.
Sucesos diversos en donde las vidas de las familias protagonistas cambian drásticamente de un momento a otro sin estar listos mentalmente para enfrentar las consecuencias.
Un padre de 45 años que fallece en un accidente inesperado y deja a su familia desamparada. Una madre sufre una súbita muerte cerebral sin decir adiós a su esposo y a sus cuatro hijos.
Un empresario que opta por la puerta falsa ante los apuros financieros. Una mujer que lucha sin desmayo para vencer a un cáncer indomable ante la poca efectividad de la medicina.
Un médico de apenas 34 años que es víctima de una enfermedad extraña y al parecer incurable. Un par de chicas atletas que mueren en un aparatoso choque cuando la vida más les sonreía.
Más que el dolor físico lo que más afecta en estas circunstancias es el dolor emocional, la terrible desolación que sentimos al perder un ser querido o la angustia de ver cómo la salud de un familiar se extingue paulatinamente.
Dicen los expertos que el dolor físico es ante todo una sensación subjetiva de molestia en alguna parte del cuerpo y varía de acuerdo a las circunstancias como la salud, la edad y el estado anímico de quien lo padece.
Pero cuando el dolor es moral es imposible calcular su dimensión. Leonardo Da Vinci decía que "donde hay mucho sentimiento, hay mucho dolor". En tanto el psiquiatra Víctor Frankl afirmó que "si no puedes cambiar la situación que te produce dolor, al menos podrás escoger la actitud con la que afrontes este sufrimiento".
Infinidad de pensadores dan al dolor significados positivos. "El dolor es en sí mismo una medicina", afirma un autor desconocido en tanto Juan Pablo II decía que "el dolor, acogido con fe, se convierte en la puerta para entrar en el misterio del sufrimiento redentor del Cristo".
"El dolor es para el alma un alimento fecundo", sentenció Theodore de Banville, mientras San Josemaría Escrivá escribió: "Si sabes que esos dolores -físicos o morales- son purificación y merecimiento, bendícelos".
Al final del día nos damos cuenta que vivimos rodeados del dolor y nadie está preparado para ello. Porque el dolor no sólo está en las familias de nuestro entorno, sino también en los enfermos de los hospitales y asilos; en los inmigrantes que mueren por sed y por los abusos de autoridades; en las familias víctimas de la ola de violencia que azota a México incluyendo los 28 mil asesinados en el actual sexenio.
Convendría entonces ser solidarios con quienes padecen dolor y de alguna manera educarnos para enfrentarlo tanto físicamente como espiritualmente. Las medicinas alópata y homeopática son útiles en diversas circunstancias, pero lo que realmente perdura es el espíritu.
Bien decía San Ignacio de Loyola que hay que extender la palabra divina ante "el dolor de ver tantas naciones que desconocen e ignoran a Dios". Otra buena solución sería seguir los consejos de la Madre Teresa de Calcuta, quien afirmó que para paliar el sufrimiento hay que "dar hasta que duela y cuando duela dar todavía más".
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