La catástrofe que azota al pueblo chileno, así como el homenaje a la república hermana en la Universidad Veracruzana, me animan a recordar, fraternalmente, tanto mi personal cercanía a Chile como la continuidad y riqueza de la cultura chilena.
Mi relación con Chile es parte de mi vida y de mi literatura. Todas las etapas de la vida son importantes. Pero hay una que señala el paso de la infancia a la adolescencia y que abre, a la vez, el horizonte de la juventud.
Yo viví, crecí y estudié en Chile entre los once y los quince años.
En Chile publiqué, a los doce años, mi primer texto:
, un alarde bien intencionado de patriotismo sesgado de información, en el que, en tres o cuatro cuartillas, lograba hablar de historia y de magueyes, de la belleza de los volcanes y de la belleza de Gloria Marín.
Mi trabajito fue publicado -este fue su mérito mayor- en el Boletín del Instituto Nacional de Chile, íntimamente ligado al nombre y a la obra de José Victorino Lastarria, el escritor liberal y político modernizador cuya
De Chile (1844) nos lleva a considerar a la pléyade de grandes figuras públicas, escritores y estadistas, que me revelaron, tempranamente, el carácter de la tradición intelectual chilena.
Lastarria y con Lastarria, Francisco Bilbao, llamando a la justicia en su
E inventor del término "América Latina" en 1857. Benjamín Vicuña Mackenna y sus grandes obras sobre Santiago (1869) y Valparaíso (1872), primeras aproximaciones a la historia urbana de la América del Sur.
Y en el origen, la presencia en Chile del venezolano Andrés Bello, maestro de Simón Bolívar, autor de una gramática propia del castellano de las Américas, fundador y presidente de la Universidad Nacional de Chile; un chileno nacido en Caracas, cuya biografía es casi un acto de bautismo de la fraternidad de la América independiente.
Bello, Lastarria, Bilbao, Vicuña Mackenna. Ellos me abrieron las puertas a un pasado intelectual hispanoamericano que pugné, juvenilmente, por hacer mío desde mis años escolares en el gran colegio anglo-chileno,
Donde las clases matutinas en inglés eran enriquecidas -o corregidas- por las lecciones vespertinas en español.
Un gran maestro de literatura, Julio Durán, nos llevaba ahora a la lectura de Baldomero Lillo, el escritor del mundo duro e injusto de las minas y el campo, aunque yo empezaba a interesarme por los autores de entonces. En primer lugar, el libro
De Benjamín Subercaseaux, un paseo a lo largo, que no a lo ancho, de una nación que se descuelga del Trópico de Capricornio a las fronteras de la Antártica, del desierto de Atacama a la "corona austral, racimo de lámparas heladas", nunca más ancha que las 217 millas entre la cordillera y el mar. Aunque los estudiantes leíamos en secreto otro best-seller,
De Joaquín Edwards Bello, obra prohibida, pero muy próxima a nuestras inquietudes adolescentes.
Me faltaba leer, al alejarme de Chile, a sus grandes poetas, que le dieron tono y dimensión a la cultura chilena del siglo XX.
Vicente Huidobro, en la vertiente cosmopolita de nuestra literatura, "pequeño dios" cuya divinidad consiste en la exploración, la innovación y el riesgo, aun el de participar en la ocupación de Berlín en 1944.
Nos dio a todos la lección del compromiso estético: el arte no es expresión sino crítica y reflexión de sí mismo mediante imágenes, palabras inéditas y aun, páginas en blanco.
Gabriela Mistral, en cambio, aparece bajo la lluvia en el Valle de Coquimbo, es maestra, aprende y enseña, viaja por todo el mundo, pero en realidad nunca se va de Chile, en Chile busca a su madre, busca la infancia, busca la naturaleza, busca la palabra y convierte a su patria en un espejo tembloroso y transparente.
El mayor poeta del siglo XX hispanoamericano, y uno de los más grandes poetas universales, Pablo Neruda, es quien une vanguardia y permanencia. La audacia formal le da vida nueva a la tradición. La mirada verbal rescata la humildad de la alcachofa y el caldillo de congrio, y las caídas ideológicas son salvadas por la intensidad de las pasiones, el amor desesperado a una mujer, el ascenso a Machu Picchu y el reflejo propio en la vitrina de una zapatería.
Y sin embargo, paseándome cerca de la desembocadura del río Bio-bio, "grave río", hace unos años, al apagarse el día, un grupo de trabajadores se reunió en torno a una fogata, uno de ellos tomó una guitarra y otro cantó los versos de Neruda en honor del guerrillero de la independencia, José Miguel Carrera.
- Al poeta le gustaría saber que ustedes cantan sus versos -les dije-.
- ¿Cuál poeta? -me contestaron.
Neruda había regresado a la palabra anónima: a la voz de todos.
La gran tradición poética de Chile ha sido continuada por Nicanor Parra -"para nosotros, la poesía es un artículo de primera necesidad"-.
Por Gonzalo Rojas -"siempre estará la noche, mujer, para mirarte cara a cara"-.
Por Enrique Lihn - "nada se pierde con vivir, ensaya"-. Por Raúl Zurita -"cuando Chile no sea más que una tumba y el universo la tumba de una tumba, ¡despiértate tú, desmayada, y dime que me quieres!"-.
Carlos Fuentes