Durante toda una semana, a los europeos se los cargó la tiznada... la gigantesca tiznada que les puso la erupción de un volcán islandés de nombre impronunciable. Total, que de ese país sólo salen calamidades: la primera bancarrota oficial de un Estado en el Siglo XXI, la detestable cantante Björg, toneladas de ceniza... El caso es que miles de vuelos fueron cancelados, multitudes de viajeros hubieron de alterar sus planes, decenas de miles supieron lo que es dormir en el suelo durante varias noches. En unas horas, la vida de todo un continente quedó patas arriba.
Lo cual, junto a los recientes terremotos en Haití, Chile, Baja California y China, nos recuerda que la naturaleza a veces tiene un sentido muy negro del humor. Y se encarga de reírse de las humanas pretensiones de que es posible domarla o predecirla. Como si la voluntad del hombre se pudiera imponer a las enormes fuerzas que suelen estar latentes... y que de repente estallan con singular furia.
Como tenía que ser, no faltó quien creyera que el caos creado por mantener los aviones en tierra era una injustificada sobrerreacción de las autoridades, si no es que una conspiración de los Sabios de Sión, del imperialismo yanqui o de alguno de los otros Sospechosos Comunes que pululan en las teorías del complot mundial. Total, ¿qué puede hacer tantita ceniza?
La respuesta es: no se trata sólo de ceniza. El volcán arrojó a la atmósfera una mezcla de polvo, piedra pómez, minerales en suspensión, vapor de agua (a cuya formación colaboró un glaciar que se empezó a evaporar con la erupción) y otros materiales. No se trataba, pues, del simple tizne que uno se imagina al escuchar la palabra "ceniza" y ver lo etérea que es la de un cigarro consumiéndose: era un mazacote bastante sólido y abrasivo, que en caso de entrar en la turbina de un jet podía conducir a su falla. Y nadie quiere que eso pase a nueve o diez kilómetros de altura. Que era por donde andaba la nube volcánica los primeros días... justo la altura de crucero de la mayoría de los jets de pasajeros.
El evento también sirvió para recordarnos que muchos vuelos trasatlánticos pasan cerca, precisamente, de Islandia y Groenlandia. Por ejemplo, la ruta entre Londres y Nueva York, una de las más usadas. No siga la trayectoria en un planisferio o mapa plano, sino en un globo terráqueo, y verá que esa es la distancia más corta entre ambas ciudades.
Para colmo, lo que ocurrió ni siquiera fue algo inusual ni particularmente violento: sólo que un volcán, de los cientos que hay en Islandia y que de hecho construyeron esa pedregosa isla del Atlántico norte, hizo erupción. Con ello se soltó una enorme nube de vapor y cenizas, particularmente espesa, como decíamos antes. Cuando los vientos predominantes la condujeron sobre el norte de Europa, las agencias de aviación nacionales e internacionales no tuvieron opción: había que dejar los aviones en tierra, en lo que se despejaba la tiznadera. Lo cual resultaba imposible de predecir: como este tipo de fenómenos no ha sido estudiado a fondo, estaba en chino saber qué altura, densidad o dirección tendría la mentada nube al día siguiente... lo que hizo aumentar la desesperación no sólo de los viajeros, sino de las aerolíneas y gobiernos, algunos de los cuales se pusieron muy rejegos, echando mano a los fierros como queriendo pelear con las burocracias de seguridad aérea. Alemania se vio particularmente impaciente... e imprudente, queriendo hacer salir sus aviones cuanto antes.
Como decíamos, el fenómeno no es tan raro. La cuestión es que antes a nadie le preocupaba o ni siquiera se enteraba, porque los aviones que surcaban los cielos, digamos, en 1955, se podían contar con los dedos de una mano y sobraban dedos. Pero hoy en día, cuando en un momento dado puede haber cientos de aeronaves sobrevolando Europa al mismo tiempo, el impacto fue mucho mayor, y se dejó sentir sobre una gran cantidad de gente. El volcán islandés se halla cerca de una de las áreas con mayor densidad de vuelos del mundo. Y el viento no colaboró: viendo las fotos de satélite, pareciera que la nube se dirigió a propósito para fastidiar a la mayor cantidad posible de gente.
Además, esa nube no era ni con mucho de las más grandes. Ha habido otras explosiones volcánicas que han liberado una cantidad muchísimo mayor de ceniza y otras sustancias a la atmósfera. Y esas nubes han abarcado una superficie más amplia.
Por ejemplo, cuando estalló el volcán de la isla indonesia de Krakatoa (al este de Java, of course... aunque en realidad está al oeste) en 1883, la nube resultante le dio varias veces la vuelta al mundo y oscureció el cielo diurno como si fuera de noche en lugares tan remotos como Londres, al otro lado del planeta. La refracción del sol en las partículas suspendidas en la atmósfera creó los crepúsculos más espectaculares del siglo XIX: casi-casi laguneros.
La explosión del Monte Santa Elena, en el estado norteamericano de Washington en 1980, lanzó cenizas y materiales piroclásticos a más de 24 kilómetros de altura, causó daños por mil millones de dólares, y mató a 57 personas. Más recientemente, la erupción del volcán Pinatubo en las Filipinas, en 1991, soltó tal cantidad de material a la atmósfera, que fue responsable del descenso de la temperatura a nivel global, por su efecto de sombrilla. Ah, y le sirvió a Estados Unidos de pretexto para cerrar la base naval de Subic Bay, cuyo arrendamiento era motivo de pleitos entre filipinos y americanos.
Como se puede ver, los volcanes no sólo ocasionan perjuicios con su lava y otros ejercicios de pirotecnia. Tienen un arsenal más grande para hacer daño de lo que generalmente se piensa. Lo que pasa es que antes estos sucesos tenían repercusión generalmente local, y en el resto del mundo eran vistos con mera curiosidad. Ahora, como lo pudieron constatar en carne propia los europeos, la cosa es distinta.
Lo bueno fue que muchos redescubrieron los goces de viajar en autocar o ferrocarril (Sí, hay países que tienen trenes de pasajeros. ¡Fíjate!). Cuando la alta velocidad de traslado se hizo imposible, la calma y parsimonia (y posibilidad de disfrutar el paisaje y hacer chorcha con otros pasajeros) del transporte terrestre le reveló agradables sorpresas a muchos viajeros consuetudinarios, que siempre andan como gallinas despescuezadas de una ciudad, de un aeropuerto a otro.
Total, que en realidad no hubo nada nuevo bajo el sol. Nada más una tiznada más grande que de costumbre. Y hasta de eso pudieron sacar provecho los magníficos sistemas ferroviarios europeos.
Consejo no pedido para demostrar volcánica pasión sin pastillitas azules: vea el clásico de nuestra infancia "Krakatoa: al este de Java" (1969); vea también "El Pico de Dante" (Dante→ s Peak, 1997), muy movida y amena película de sismólogos y erupciones. Y lea "Los últimos días de Pompeya", de Edward Bulwer Lytton: todavía nos conmueve la suerte de la ciudad enterrada por el Vesubio. Provecho.
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