Así lo llamaban en el pueblo.
Claro que su apellido nada tenía que ver con nuestra tierra colorada zacatecana, pero la gente así lo llamaba.
Y lo mejor de todo era que a él le gustaba, y a veces se presentaba así.
Vivía cerca de nosotros. Era el mejor carnicero del pueblo, el que sabía que hacer cuando vacas, toros, marranos y demás animales de nuestros corrales pasaban a mejor vida.
Por las mañanas pasaba con su carretilla llena de carne rumbo al mercado del lugar, donde tenía su carnicería.
Mamá le encargaba todos los días algo: Que el menudo, que hígado, que morcón, que moronga, que costillas, que buche, etc., etc.
Así que éramos de los primeros clientes y él acompañaba su mercancía con amena plática.
Fue él, como matancero oficial, quien nos dio una tarde permiso de que desahogáramos nuestras ansias de novillero, abriéndonos la puerta del rastro donde estaban vacas y vaquillas, y nos escogió un par de éstas para ondear frente a ellas nuestro improvisado capote.
Es que por esos días habían pasado una película de Sarita Montiel donde se enamoraba de un torero y éste era herido de muerte, y a varios del Barrio Prieto nos impactó la cinta y quisimos probar en el Arte de Cúchares.
Nos fue como en feria, los becerrillos, aparentemente inofensivos, nos dieron señora revolcada que fue acompañada después por otra señora regañada por parte de papá y mamá.
Ahí terminamos nuestro breve paso por la tauromaquia.
Cambiamos nuestro domicilio a Torreón y un día se presentó en nuestra oficina Juanito de Barro.
Le había llegado un telegrama avisándole que una señora rica de Durango lo dejaba como heredero universal.
El no sabía qué hacer, menos su numerosa familia, pero todos nos señalaron como los indicados para acompañar a Juanito a reclamar la herencia.
No aceptó cuando le dijimos que a la mejor era una broma de algún travieso del pueblo, y había muchos por cierto.
Así que cómo negarle un favor a quien tanto nos había atendido de niños.
Y ahí vamos en democrático Estrella Blanca a la capital duranguense.
Nunca encontramos a la familia de la señora del telegrama. Ni su acta de defunción, ni una lápida en los panteones.
Seguramente todo había sido una broma, pero que nos sirvió a Juanito y a nosotros para convivir unos días, riéndonos y conformándonos con seguir pobres, pero contentos.