Saber escuchar es un gran don.
No todos poseen esa capacidad.
Muchos, inmediatamente se impacientan.
Para poder escuchar bien, hay que tener paz consigo mismo.
Una persona, de esas llamadas aceleradas, nunca tendrá la paciencia para conocer cómo es realmente el mundo que le rodea, y que piensan, dicen o quieren decir los demás.
Un médico necesita además de profundos conocimientos profesionales, una gran cantidad de paciencia para escuchar con atención. El paciente, cuando percibe que se le está atendiendo en forma completa, total, empieza a sentirse mejor y sobre todo con más confianza para hablar de los males que le aquejan. Muchas veces escuchamos de pacientes que fueron con tal o cual médico, los atendió tan mal y tan de prisa que salieron peor del consultorio, y con ganas de no regresar ahí, nunca más.
Y no se diga de un abogado impaciente, de ésos que miran y re-miran el reloj. Ellos nunca llegarán a conocer todo lo que presiona, atemoriza, asusta y molesta a sus clientes.
Un arquitecto, un ingeniero, jamás conocerán los deseos de quienes requieren de sus servicios.
Un padre de familia, de ésos que nunca tienen tiempo para nada, menos para atender a sus hijos, jamás podrán conocer de los problemas que rodean y amenazan a sus seres queridos.
Un sacerdote impaciente que no sabe escuchar, hará como que lo hace cuando está en el confesionario, pero su mente estará en otra parte, y con ello no cumplirá realmente con su apostolado.
El tema nos vino de perlas esta semana, cuando recibimos a una personita muy molesta, muy enojada que reclamaba cosas que pasaban en su entorno. La escuchamos, y poco a poco fue calmándose. Resultó ser una de nuestras tres lectoras.
Desconocemos lo que hace usted que nos lee, pero si puede ayudar a quien necesita, cuando menos que lo escuchen, hágalo, porque no tiene idea lo que le hace falta a mucha gente desesperada que acude aquí y allá, y no hay quien la atienda.