El perro de doña Macalota, un San Bernardo, roncaba mucho, y fuerte. Ella lo llevó con el veterinario, y éste le dijo a la señora que si le ataba un listón azul al can allá donde les platiqué, los ronquidos cesarían de inmediato. Doña Macalota siguió el consejo del facultativo: compró un listón azul, y esa noche, cuando el perro se echó a dormir, se lo amarró en la parte de la reproducción. Milagro: esa noche el animal ya no roncó. El que sí roncó -lo hacía todas las noches en modo competente- fue el esposo de doña Macalota. Pensó ella en usar con su marido el mismo remedio que tan buen resultado había dado con el San Bernardo, y como tenía a la mano un listón rojo se lo amarró en la misma parte mientras dormía. (Mientras dormía el señor; no mientras dormía la misma parte). Al día siguiente despertó el esposo, y vio aquel listón en su atributo varonil. Vio también el listón que lucía el perro, y le dijo: "Anoche me tomé unas copas, Bernie, y no recuerdo lo que sucedió. Pero tú sacaste el primer lugar, y yo el segundo"... Me alegró saber que los comerciantes de Tepito han sido tan exitosos en sus operaciones que tienen ya una representación en China. Yo siento simpatía por quienes viven en ese barrio de la Capital, de tanta tradición. Sé que hay entre ellos malandrines -¿en dónde no los hay?-, pero sé también que en su mayoría son gente que se esfuerza para ganar la vida en forma honesta. Me pregunto a qué se debe el éxito que han tenido los comerciantes tepiteños, y creo saber en parte la respuesta. Se debe a que no están sujetos a los controles oficiales. Su economía es informal; son libres de ese ente opresivo y todopoderoso que es el Estado mexicano, en cuyas innumerables leyes e infinitas reglamentaciones se pierde el ciudadano como en un laberinto inextricable. Decir que los mexicanos somos libres es enunciar una falacia. En los países donde hay verdadera libertad todo lo que no está prohibido está permitido. En México, en cambio, todo lo que no está expresamente permitido es objeto de prohibición. Así, la iniciativa personal de los ciudadanos es frenada; los intereses estatales están siempre por encima del individuo, y lo limitan y coartan. ¿Cuántos trámites engorrosos y cúantos innumerables requisitos debe cumplir un empresario cualquiera, comerciante, industrial o prestador de servicios, para iniciar su operación y mantenerla? Los tepiteños actúan al margen de toda esa maraña legislativa y burocrática, y eso puede explicar su buen suceso, siquiera sea parcialmente. Hago entonces una propuesta tendiente al bien de la República: que toda la economía sea informal. Quiero decir que se quiten las ataduras que ahora sufren las actividades producivas. Así, libres, los ciudadanos trabajarán mejor, generarán más empleos y recursos, y por tanto podrán contribuir en mayor medida al bien de la Nación. Sé que esta propuesta, como todas las mías, caerá en el hondo abismo de la indiferencia gubernativa, pero me siento obligada a presentarla para que nadie pueda acusarme después de no haber aportado mi granito de arena a la economía nacional... El oficial de tránsito detuvo a un sujeto cuyo automóvil iba haciendo curvas por la calle. Le pregunta: "¿Ha bebido usted?". "¿Que si he bebido? -replica el tipo con tartajosa voz-. ¡Claro que he bebido! Antes de la comida me tomé cinco tequilas; durante la comida me acabé dos botellas de vino; después de la comida me bebí siete copas de coñac, y vengo de la casa de un amigo con el que di buena cuenta de dos cartones de cerveza". Dice el oficial: "En ese caso, señor, le pediré que baje del vehículo para hacerle una prueba con el alcoholímetro". El individuo se molesta: "¿Qué no me crees?"... Aquel viejecito vio sobre el buró de la cama de su esposa dos vasos con sendas dentaduras postizas. Le pregunta, severo, a la ancianita: "¿Me estás engañando, Florilina?"... FIN.