Hace muchos años, cuando no tenía yo nada importante qué hacer y por tanto podía hacer cosas importantes, le dediqué un asomo de soneto a la Alameda de mi ciudad, Saltillo, hermoso sitio que los recuerdos embellecen más. Permítanme mis cuatro lectores que les inflija esos 14 versos. La carga no será muy onerosa: les tocan a 3 y medio versos por lector... "Catedralicios árboles. Severas frondas de los impronunciables troenos. Anual pedriza de nogales llenos de urracas de Damocles traicioneras. Uniformes muchachas pasajeras: eternas normalistas. Nazarenos filósofos. Poetas (más o menos). Y gendarmes, y niños y niñeras... Y amor... El siempre amor. Aquí reside, nace, crece, se junta, se separa, y aquí al morir el duelo se despide. En ella habemos todos biografía. Si la Alameda de Saltillo hablara ¡cuántas cosas, Señor, no callaría!". Por desgracia ese tradicional paseo se había convertido en zoco de mercaderes que hicieron suyo lo que de todos era. No se podía ya pasar por ahí; era ahora un lugar de malvivientes y desvalijadores. Pero llegó un alcalde que tiene el alma en su almario, y al poco tiempo de haberse hecho cargo de la administración municipal sacó de ahí al pernicioso ambulantaje y maldosos que lo acompañaban, y volvió a dar a los saltillenses lo que les pertenece. Ese alcalde se llama Jericó, y se apellida Abramo Masso. De buena cepa viene: es nieto de don Jorge Masso, a quien traté en noches de bohemia memorables, pues a más de ser él un buen político era también excelentísimo cantor que lo mismo entonaba las melancólicas endechas de "La guarecita" que daba voz a los duros dicterios de "Afrodita", con otras canciones de amor y desamor. Felicito al joven alcalde saltillense por defender el patrimonio comunitario y por hacer que luzca nuevamente, en toda su gracia y su belleza, ese entrañable sitio donde ahora no te asaltan más que las memorias de los tiempos idos... Himenia Camafría, madura señorita soltera, estaba durmiendo el sueño inquieto de quien no tiene en armonía el cuerpo y el espíritu. La sacó de su duermevela un ruido que oyó en la planta baja. Con pasos tácitos descendió por la escalera, y sorprendió a un ladronzuelo que se estaba robando la cuchillería heredada de la tía Camelina, que fue también célibe como ella, mas al parecer sin fanatismos, pues en sus días se le atribuyeron ciertos dimes y diretes con un político de la época de don Manuel Ávila Camacho. Le apuntó la señorita Himenia al ladronzuelo con una vieja pistola calibre .22 que su papá le había dejado para que se defendiera "de los malos hombres". A puros buenos había conocido ella, y no le habían parecido nada buenos; antes los encontró solemnes y aburridos. Ahora que se veía en presencia de uno malo quiso aprovechar la ocasión. Amenazó al asustado raterillo: "Llamaré a la policía". "¡No lo haga, por favor! -suplicó él-. ¡Éste es mi primer robo! ¡Haré cualquier cosa con tal de que no me entregue usted!". "¿Cualquier cosa?" -le preguntó con intención la señorita Himenia. "¡Cualquiera!" -repitió el muchacho. Ella le dijo entonces que si la hacía disfrutar los goces del amor carnal lo dejaría ir. Pero el chico fue víctima del llamado "síndrome Colleone". Tal era el nombre de un enemigo de Lucrecia Borgia. Cayó en manos de la perversa fémina, y ésta le dijo que le perdonaría la vida si yogaba con ella, pues era hombre guapo y con excelsa fama de amador. El nerviosismo de saber que en eso le iba la vida hizo que a la hora de la verdad el galán no pudiera izar el lábaro de su varonía, y por ello murió en el cadalso. Lo mismo le sucedió al ladronzuelo: aunque se esforzó en modo ímprobo no consiguió ponerse en aptitud de satisfacer la demanda de la señorita Himenia. "Lo siento -suspiró ella, desencantada-. Creo que después de todo voy a tener que llamar a la policía"... FIN.
