El cuento que hoy levanta el telón de esta columnejilla es en extremo majadero. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y lo calificó de "sicalíptico, pornográfico e impúdico". He aquí esa ordinariez... Un hombre entró en el elevador. Llevaba en los labios un cigarrillo sin encender. Una elegante dama que iba en el ascensor le indica con severidad: "No puede usted fumar aquí". Responde el tipo: "No estoy fumando". Aduce la señora: "Pero trae usted un cigarrillo". Replica el individuo: "También traigo aquello que le platiqué, y no estoy follando"... Un taxista se sorprendió al ver en la calle a una señora en peletier, quiero decir desnuda. Ella le hizo señal de que se detuviera, y le pidió que la llevara a cierto hotel de la ciudad. Dijo el taxista: "No tiene usted bolso, ni ropa en la cual pudiera traer dinero. ¿Con qué me va a pagar". "Con esto" -respondió la mujer. Y así diciendo le mostró el pandeiro. Esa palabra es una de las muchas con las cuales el lexicón de la Academia designa al nalgatorio, trasero, tafanario, culata o traspuntín. El conductor ve la profusa popa de la dama y luego le pregunta: "¿No trae algún billete más pequeño?"... ¿Detector de mentiras? ¿Para qué? En la escala de credibilidad los políticos, y concretamente los diputados federales, ocupan el nivel más bajo. El otro día alguien llevó al recinto del Congreso una figura de Pinocho, el personaje de Collodi (no de Disney) en quien ha encarnado la mentira. Lo cierto es que hoy por hoy ese Congreso es una asamblea de Pinochos en quienes nadie cree. ¿Cuál es la mejor forma de saber si un diputado -o diputada- miente? Si sus labios se mueven es que está mintiendo. Desde luego las generalizaciones son injustas, pero bien cabe aquí la antigua fórmula según la cual un político es alguien que ni dice lo que piensa ni piensa lo que dice. Un axioma es una afirmación tan evidente y obvia que no necesita demostración para fundarse. Pues bien: si en estos días un diputado -o diputada- me dijera que el todo es mayor que una de sus partes, o que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, o que el camino más corto entre dos puntos es la recta que los une, yo pondría en duda su aserción, y buscaría en los libros, o en personas sabias, la comprobación de sus palabras. En cierta ocasión Sir Robert Armstrong, político de la Inglaterra actual, fue acusado de mentir. "No estaba mintiendo -se defendió él-. Estaba economizando la verdad". Nuestros diputados no economizan la verdad: simplemente no reconocen su existencia. Y ya no digo más, porque estoy muy encaboronado... Yahvé, o sea el Señor, hizo los Diez Mandamientos. Bajó a la tierra, y fue país por país para ofrecerlos a los hombres. Le preguntaron los de un pueblo: "¿Qué mandamientos son ésos?". "Por ejemplo -respondió el Señor- 'No matarás'; 'No robarás'; 'No levantarás falsos testimonios'...". Le dijeron: "No nos interesan". Fue a otro pueblo, y ahí ofreció también sus prescripciones. "¿Qué mandamientos traes? -le preguntaron. Contestó Yahvé: "No fornicarás; no desearás la mujer de tu prójimo'...". "No nos sirven" -lo rechazaron los de ese otro pueblo. Después de recorrerlos todos en vano, Yahvé llegó a Israel. "Vengo a ofrecerles unos mandamientos" -dijo. "¿Cuánto cuestan" -le preguntaron, cautelosos. Díjoles el Señor: "Son gratis". Y respondieron ellos: "Danos diez"... Don Soreco, señor duro de oído, cumplió 35 años de casado. En su teléfono móvil recibió un mensaje de su esposa, y esa noche llegó a su casa más ebrio que una cuba. "¿Por qué vienes así'" -le preguntó la señora con asombro, pues su marido nunca bebía. Respondió él con tartajosa voz: "Obedecí tu mensaje: vengo embriagado". "¡Idiota! -rebufó con enojo la mujer-. ¡El mensaje decía que vinieras enviagrado!"... FIN.