Un hombre encontró una lámpara como la de Aladino. La frotó, y apareció un genio. "Gracias, amo -le dice al individuo-. Me has liberado de mi prisión eterna. Pídeme un deseo. Lo que quieras te lo concederé". Responde el sujeto: "Siempre he buscado la mujer perfecta sin hallarla. Eso es lo que te pido: la mujer perfecta". Hizo el genio un movimiento, y apareció al lado del tipo una hermosísima muchacha que de inmediato empezó a hacerle el amor con gran pasión, de modo que al final del trance el hombre quedó deliciosamente exhausto y agotado. En ese mismo instante la muchacha se convirtió en una sabrosa pizza y una cerveza helada. Asoma el genio y le dice al individuo. "No sé tú, pero ésa es la idea que yo tengo de la mujer perfecta"... Celebrar el bicentenario de la Independencia en 2010 es como festejar el nacimiento de un niño cuando la madre acaba apenas de quedar preñada. En efecto, el movimiento que Hidalgo y los demás insurgentes iniciaron en 1810 acabó en 1811 en el patíbulo. Hasta diez años después, en 1821, Agustín de Iturbide, hoy condenado al basurero de la Historia, hizo -que no consumó- nuestra emancipación de España. Cuando este año celebramos el bicentenario estamos en verdad haciendo la exaltación de un mito. Lo mismo sucede con el centenario de la Revolución. Sucede que el 20 de noviembre de 1910 no sucedió absolutamente nada. El señor Madero convocó a un levantamiento en armas, y lo hizo como quien invita a una corrida de toros, señalando el día y la hora exacta en que debería iniciar la rebelión. Sólo le faltó poner la frase consagrada que se inscribe en los programas de los festejos taurinos: "Si el tiempo no lo impide y previo permiso de la Autoridad". Nadie acudió ese día a su llamado. Mal empezó el levantamiento, y mal habría terminado de no haber sido por el patriotismo de otro mexicano injustamente deturpado, Porfirio Díaz, quien supo que el apoyo de los americanos a la Revolución acarrearía gravísimos daños a la Nación, y prefirió renunciar antes que mantenerse en la Presidencia, cosa que habría podido hacer. También el movimiento que comenzó Madero acabó en sangre, y fue seguido por una sucesión de crímenes causados en su mayor parte por la más ruin ambición de poder y por aquello de "quítate tú para ponerme yo". Así pues, celebramos este año el centenario de otro mito. Y sin embargo los pueblos necesitan mitos, pues de otro modo deben enfrentarse a una realidad que casi siempre es sórdida, o por lo menos sin el atractivo con que la fantasía pone velos a la grisura o miserias de la verdad.
Celebremos nuestros mitos, entonces, con amor a México, pero sin obstinarnos en perpetuar las falsedades que una torcida historia estatizada consagró. Grande y noble es nuestro país, y no necesita de la mentira para ser amado... La señora interrogaba a su hijo, que había ido a estudiar a otra ciudad. "Y dime, Impericio -inquirió con acento de severidad-. ¿Estás saliendo únicamente con muchachas buenas?". "Claro que sí, mamá -respondió el mocetón-. No tengo dinero para salir con malas"... Simpliano, joven ingenuo, casó con Gordoloba, muchacha abundosa en carnes, pues pesaba más de 15 arrobas. Cada arroba equivale a 11 kilos 502 gramos. Aun quitándole los 2 gramos es bastante. A la mitad de la noche de bodas sonó el teléfono de la habitación. Era la mamá de Simpliano, preocupada por su hijo. "¿Cómo estás, Simpli? -le preguntó, solícita-. (Así llamaba la señora a su hijo, con la primera parte de su nombre. Cuando estaba enojada lo llamaba con la última). ¿Cómo van las cosas?". "Bien, mamá -contestó, afanoso, el tal Simpliano-. Ya voy llegando"... FIN.