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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

El pueblo era pequeño: había en él una sola dama de la noche. El hijo de don Poseidón contrajo matrimonio. Un mes después le preguntó su padre: "¿Qué tal la vida de casado?". "Está muy bien, 'apá -respondió el mocetón-. Ahora ya no tengo que hacer fila los sábados en la noche para conseguir aquello"... Se recibió en la central de bomberos un telefonema. Llamaba la Solicia Sinpitier, madura señorita soltera. "¡Necesito su ayuda con urgencia! -dijo al jefe-. ¡Un hombre desnudo puso una escalera al pie de la ventana de mi habitación, y está subiendo por ella!". "Perdone -le respondió el bombero-. Para eso debe usted llamar a la Policía". "No -insiste la señorita Sinpitier-. La escalera que trae el hombre es demasiado chica, y no podrá llegar a mi ventana. ¡Necesito que traigan una escalera grande!"... Don Leovigildo disfrutaba de buena salud, y no leía los periódicos ni veía la televisión. Era feliz, por tanto. Habitaba en un plácido limbo a donde no llegaban el sonido y la furia de la realidad. Por eso se sobresaltó no poco la noche en que un facineroso entró en su casa. El hombre pintó con tiza un círculo en el piso de la alcoba, y le ordenó a don Leovigildo que se colocara dentro de él, y no saliera de sus límites sino hasta nuevo aviso. A continuación el infame sujeto se refociló cumplidamente con la esposa del dueño de la casa. Ella no pareció sufrir mucho aquel agravio. Algunos movimientos suyos, con ciertas flexiones de cintura y meneos de cadera, habrían hecho pensar a cualquier observador imparcial que la señora estaba disfrutando la ocasión, no padeciéndola. Incluso dejó escapar algunas expresiones como: "¡Así, así!", "¡Más, más!", y una de origen extranjero: "Yea!", que indicaba también satisfacción. A don Leovigildo le extrañó el hecho de que, acabado el trance, e ido ya el rufián, su esposa, en vez de gemir y llorar con aflicción, según las circunstancias lo pedían, encendió un cigarrillo turco y se aplicó a fumarlo en su boquilla de ámbar, la mirada perdida en el vacío. Hagan ustedes de cuenta Hedy Lamarr en "Algiers" (1938, con Charles Boyer). "¡Ah! -profirió don Leovigildo-. ¡Pero el bribón no se salió del todo con la suya!". "¿Por qué? -le preguntó su esposa con languor. Respondió él: "Porque mientras el tipo estaba sobre ti yo me brinqué la raya del círculo tres veces, ¡y el tonto ni siquiera se dio cuenta!". (¿Cómo se iba a dar cuenta, mentecato, si se hallaba entregado totalmente al acto de yogar? En esos momentos hubiera podido caerse la bóveda del cielo, y él ni siquiera se habría percatado. Igual pudiste cantar el aria "Nessun dorma", de Puccini; o lanzar el grito de Tarzán varias veces; o bailar el Jarabe Tapatío. Te aseguro que el tipo aquél habría seguido impávido, impertérrito e incólume haciendo lo que estaba haciendo. Concentración ante todo)... Había una muchacha que no tenía nada de busto. Se llamaba Tabu Larrassa. Un gitano la vio en la calle, y le dijo que podía hacer que su busto creciera unas pulgadas. "No lo creo -respondió ella, burlona-. Es usted un charlatán". Días después, sin embargo, se enteró de que el hombre había hecho que el busto de una amiga suya pasara de ser copa A a ser copa "¡Ah jijo!". Buscó al gitano, y le pidió que le diera el tratamiento. "Usted no creía en esto -dijo el hombre-, y se burló de mí. Si quiere que su busto crezca deberá darme mil pesos, y suplicarme que la perdone. Por cada vez que me pida perdón, su busto crecerá una pulgada". Sacó Planicia de su bolso la suma requerida, y la entregó al gitano. Pero al hacerlo tropezó, y sin querer empujó al tipo. Se disculpó diciendo: "¡Mil perdones!". Al día siguiente apareció una nota en el periódico: "Gitano aplastado contra la pared"... FIN.

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