Soy un hombre privilegiado. La vida -decir "la vida" es otra forma de nombrar a Dios- me llenó, si no de bienes, sí de bien. En perpetua acción de gracias debería yo vivir para corresponder a esos infinitos dones. He tenido mi parte en la herencia de sufrimientos y dolores que toca a todos los humanos por igual, pero en mis siete décadas ha habido más alegrías que penas, y muchas veces me ha rozado a su paso esa presencia fugitiva que llaman "la felicidad". Uno de mis mayores gozos es el trabajo que hago, tan deleitoso que me cuesta trabajo llamarlo así: trabajo. No soy más que un juglar, es cierto. Me gano el pan de cada día haciendo malabarismos con palabras, y voy por todos los caminos de este país hermoso, mirándolo, comiéndolo, bebiéndolo, y acariciándolo con amoroso rendimiento. No soy rico en dineros, y aun a las veces ando que no me calienta el sol cuando se trata de cubrir los gastos que ocasionan mis sueños, ésos que -dice mi mujer- me quitan hasta el sueño. Pero poseo todas las demás riquezas: las del amor y la amistad; las del recuerdo; las de una razonable salud; y la dicha que mis cuatro lectores me dan siempre con sus palabras de afecto y de bondad. Estoy contento, pues, porque estoy contenido: no ambiciono más de lo que tengo, y eso me hace más rico que los ricos que ansían más riqueza. No obstante, guardo secretas frustraciones. Me habría gustado, por ejemplo, ser torero. (El mismo anhelo tuvo Manuel Machado, alto poeta). O tenor de ópera. (Un Jean de Reszke, digamos, que a más de ser cantante extraordinario era eminente seductor). Pero por encima de todo habría querido ser actor. En la puerta del teatro londinense "El Globo", donde las obras de Shakespeare eran representadas, se leía esta inscripción latina: "Totus mundus agit histrionem". El actor representa a todo el mundo. En efecto, esos hombres y mujeres tocados por la divinidad renuncian a ser ellos mismos para ser nosotros. Se vuelven un espejo para que nos miremos como somos; en la verdad, no en la farsa que cada día debemos simular. Yo siento un gran respeto por la gente de teatro. Si tuviera el coraje que me falta renunciaría a todo e iría por los caminos en un carromato como los de Casona o García Lorca, o en una carpa igual a las de aquellos insignes teatros beneméritos, patrimonio del pueblo, como el Tayita inolvidable. Ya que no puedo hacer eso, rindo homenaje a quienes han entregado su vida toda al teatro. La otra noche, en Radio Concierto, homenajeamos a tres grandes señores de la escena, dos de Monterrey, de Saltillo uno: Rubén González Garza, Julián Guajardo y Jesús Valdez. Poseen el misterio y espíritu del teatro. Si yo no hubiera sido como yo, habría sido como ellos. Otra vez, desde aquí, les digo de mi afecto, de mi agradecimiento y de mi admiración... El muchachillo adolescente le pidió a su padre que le hablara del sexo. "¡Qué voy a saber yo de sexo! -respondió el señor con acritud-. ¡Tengo 20 años de casado!"... Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, se quejaban de que había ratones en sus casas. Dice Himenia: "Me conseguí dos gatos, y ni así desapareció la plaga". Celiberia dice: "Yo hice fumigar todos los cuartos, y tampoco se fueron los ratones". Interviene en la conversación Solicia Sinpitier, también madura célibe como ellas, y les dice: "En cambio yo me libré de los ratones para siempre. Les pedí que tuvieran conmigo una relación significante, comprometida y duradera, y desde entonces no los he vuelto a ver"... Don Mercuriano, agente vendedor, llegó a su casa después de un largo viaje. "Anoche -le cuenta su mujer- entró un hombre a la recámara". "¡Qué barbaridad! -se consterna don Mercuriano-. ¿Y se llevó algo?". Responde la señora: "Tanto como llevárselo, no se lo llevó. Pero yo creí que eras tú"... FIN.