Dos veces cada mes don Poseidón hacía un viaje a la ciudad. De negocios, decía él, eran sus viajes. No había tal. La verdad es que iba a visitar con discreción una casa donde había muchachas complacientes. Ahí desfogaba él los rijos de varón que su señora esposa, por causa de la edad y los achaques, no podía ya lenificar. Cierto día llegó don Poseidón al establecimiento mencionado, y requirió -como hacía siempre- los servicios de Jobilia, que era su marchanta, decía él. Jobilia no estaba en la ciudad, le informó la propietaria del local. Había ido a pagar una manda al Señor del Buen Consuelo. "Entonces regresaré después" -manifestó el visitante. No quiso dejarlo ir doña Lupana, que tal era el nombre de la proxeneta. El viejo era rumboso: pedía siempre una botella de ron Camucho, añejo, y daba propinas sustanciosas. Así, le dijo entonces: "No está Jobilia, pero tengo a Lalea. Aquí entre nos, ella practica el sexo oral". "¿De veras?" -se interesó don Poseidón. "Sí -confirmó la propietaria-. Habla mientras está en aquello. Recita poemas de Acuña, Nervo y Plaza; anuncia los pronósticos del tiempo, o narra curiosos episodios de su vida". "Interesante ha de ser, no cabe duda -replicó don Poseidón-, mas prefiero esperar la vuelta de Jobilia". "También está Maldicia -insistió la alcahueta-. A ella le da por la coprolalia". "¿Qué es eso?" -volvió don Poseidón a interesarse. Explicó la mujer: "Es la tendencia a proferir obscenidades en el momento del amor. Antes les decía a sus clientes: 'Pen....', 'Pu..' y 'Cabr..' durante el trance lúbrico. Algunos se molestaban, claro, y la agarraban a moquetes, lo cual alteraba el orden y la tranquilidad que privan siempre aquí, me precio de ello. Entonces contraté a un profesor de buen decir, y ahora ella, aunque conserva el hábito de proferir malas palabras en el trance erótico, les dice a los señores: 'Granuja', 'Belitre', 'Perdulario', 'Bellaco' o 'Perillán', lo cual no se oye ya tan feo. Nada como una buena educación". Tampoco aceptó don Poseidón los servicios de Maldicia. "Esperaré a Jobilia" -repitió. "Disimule usted mi porfía -dijo entonces la madama, que había aprovechado la presencia del maestro de buen decir para aprender algo ella también-, pero contamos igualmente con Atalia. Ella tiene cable". "¿Con HBO?" -se interesó otra vez don Poseidón. "No -aclaró la dueña del establecimiento-. Tiene en su cuarto un cable, un mecate fuerte, de ixtle. Con él amarra en el lecho a quienes la visitan; y luego, valiéndose de una pluma que maneja con sin igual destreza, los hace experimentar indescriptibles sensaciones de libídine". "No quiero ni pensar -se inquietó don Poseidón- lo que podría hacerme esa fulana con una pluma, por pequeña que sea". "La pluma no es de escribir -se impacientó la doña-; es pluma de ave". "Sea de lo que sea -reiteró don Poseidón-, prefiero esperar el regreso de Jobilia". "¡Acabáramos! -exclamó ya irritada la madama-. Pues ¿qué tiene Jobilia que no tengan las demás?" Suspiró el muy añoso caballero: "Paciencia"... A toda la nuestra debemos recurrir los mexicanos en los tiempos que corren (y ojalá corran más aprisa, para que desaparezcan ya). Males de todo orden y desorden se abaten sobre nosotros, y no advertimos un liderazgo que dé rumbo al Gobierno y lo haga actuar en bien de la comunidad. Los esfuerzos se dispersan; hay pugnas entre la Federación y algunos estados; los protagonistas de la vida pública estiran cada quién para su lado; la corrupción y la impunidad hacen de las suyas. Así las cosas, suspiramos como don Poseidón, y con el mismo tono pesaroso pedimos la virtud de la paciencia. Deberíamos pedir más bien la santa virtud de la indignación. Así exigiríamos con nuestra participación de ciudadanos que quienes nos gobiernan hagan algo para sacar a México del abismo en que hoy se encuentra. Y mejor aquí termino, porque ya estoy muy encaboronado... FIN.
