Tab Hunter, actor de cine y cantante, fue el ídolo de las adolescentes norteamericanas en los años cincuentas del pasado siglo. Era un guapo muchacho, alto y musculoso. Su aspecto varonil hacía suspirar y caer en desmayos a sus adoradoras. Lo que ellas no sabían es que Tab Hunter era homosexual. Niño aún, el organista del templo católico al que asistía lo hizo objeto de abusos que lo marcaron de por vida. Adolescente, buscó la ayuda de un sacerdote en quien confiaba. Lejos de escucharlo, el párroco lo rechazó. Le dijo que su pecado lo hacía indigno no sólo de pisar la casa del Señor, sino aun de vivir. Era, añadió, la más despreciable y vil de las criaturas. Para gente como él Dios no tenía amor, sino ira. Muchos años hubieron antes de que el artista, que jamás renunció a la fe católica, escribiera en su autobiografía estas palabras: "Aprendí que aunque mi iglesia trate de convencerme de que soy un réprobo, y de que Dios rechaza a los de 'mi clase', he de hacer a un lado esa doctrina, y buscar la paz espiritual en la cercanía con un Dios que nos ama, en vez de dejarme atormentar por la idea de un Dios al que debemos temer". Medio siglo ha pasado, o más, de esto, y sin embargo se mantiene sin cambio la actitud hostil de la Iglesia hacia el homosexualismo, al cual, paradójicamente, ha hecho aportaciones considerables por razón -o por la sinrazón- del celibato y del tradicional recelo con que los eclesiásticos han visto siempre a la mujer. La más reciente manifestación de esa hostilidad es la crítica que el máximo jerarca de la Iglesia Católica en México hizo a la decisión de la Suprema Corte de declarar la legalidad constitucional del llamado "matrimonio gay". Esa determinación atiende a la justicia, y hace honor a quienes la dictaron. Les toca ahora a los magistrados juzgar sobre la procedencia de la adopción de menores por homosexuales. En este caso, considero, interviene un factor importantísimo: se coloca al adoptado en una situación excepcional, distinta a la de los menores adoptados por un padre y una madre. En la unión legal de dos homosexuales se manifiesta la libre voluntad de quienes la establecen; aquí, en cambio, hay una tercera persona que no puede ejercer su libertad, y queda así sujeta a un régimen que por sí misma no escogió. Se dirá que igual sucede con el menor adoptado por un matrimonio heterosexual. Sin embargo en esta circunstancia el menor no queda en la situación excepcional que dije. La adopción es una ficción jurídica por virtud de la cual el Derecho crea lo que la naturaleza no pudo originar. A esa ficción, sin embargo, no ha de añadirse otra. Conforme a lo que manda la justicia no es difícil apoyar la unión legal de los homosexuales. Mayor dificultad, empero, habrá para justificar que un menor sea colocado en un régimen especial que lo privará, sin haber tenido él ninguna parte en eso, de las condiciones en que viven la generalidad de los menores. Así las cosas, corresponde ahora a los magistrados buscar un punto medio, y tutelar, en nombre de la sociedad, los derechos de quienes no pueden defender ellos mismos sus derechos. Tres amigas, una soltera, una divorciada, casada la última, acordaron jugar una broma a sus respectivos galanes. Las tres se comprarían sendos disfraces de mujeres dominadoras: chaqueta de manga larga y pantalón ajustado, de piel brillante en color negro, con capa roja y antifaz. Así vestidas se presentarían ante ellos, y luego se contarían la reacción que cada uno había tenido al ver a su pareja con ese atuendo peregrino. "Me puse el disfraz -narró al siguiente día la soltera-. Llegó mi novio por mí a mi departamento, para ir al cine, y al verme vestida así se excitó tanto que no fuimos ya al cine. ¡Nos casaremos dentro de un par de meses!". Relata la divorciada: "Me presenté ante mi galán con el atavío de dominadora. Tan pronto me vio se precipitó hacia mí, e hicimos el amor como nunca jamás lo habíamos hecho". Y dice la casada: "Me puse el atuendo de piel negra, la capa roja y el antifaz. Llegó mi esposo, me miró, y me dijo: '¿Qué hiciste de cenar, Batman?'". FIN.