Aquella mañana del lunes, al salir de casa, don Amarancio Pitacoche supo que ese día no iba a ser muy bueno para él. Sucede que una golondrina hizo lo suyo, y lo suyo de la golondrina le cayó a don Amarancio en la cabeza. Ave romántica es la golondrina, ninguna duda cabe. ¿Quién no recuerda los conocidos versos becquerianos, las endechas de Heine, y en tiempos más cercanos la canción de Lara, y aquella que Pat Boone cantaba a propósito de la puntual llegada de las golondrinas a San Juan de Capistrano? Hasta los nombres que la golondrina tiene en diferentes lenguas son hermosos: hirondelle, en francés; rondine, en italiano. Pero que una golondrina haga del vientre, y que lo hecho te caiga en la cabeza, perdóname, eso no tiene ya nada de romántico. Con su pañuelo se enjugó don Amarancio la caca golondrínica, y masculló entre dientes la única maldición que su buena crianza le permitía pronunciar. Dijo: "¡Carajo!". Aunque no lo parezca, esta palabra es muy violenta, y tiene vastas connotaciones sicalípticas. Por eso los españoles la abreviaban diciendo púdicamente: "¡Ca!", según se lee en las comedias de los hermanos Álvarez Quintero. Al vocablo "carajo" dedica Cela numerosas páginas (12, para ser exactos) en su "Diccionario del Erotismo". Señala que la palabra sirve para designar al atributo masculino, y cita unos curiosos versos sacados de la revista "Venus retozona", de circulación prohibida durante el franquismo: "De los ajos que comía / le dio tal irritación / a la hermosa Encarnación / (que cerca de la Gran Vía / ocupa unos pisos bajos), que a voz en cuello decía: / '¡Ya no quiero mascar ajos!'". En Galicia la voz "carajo" se traduce como "carallo". Dice un refrán gallego: "Carallo teso non cree en Deus". Pero me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Don Amarancio Pitacoche es un cumplido empleado del Gobierno. Repuesto del soponcio que le causó el fementido pájaro cagón llegó a su oficina, y luego de saludar afablemente a sus compañeros se quitó el saco, se aflojó la corbata, y procedió a prepararse el primer cafecito del día, tras de lo cual se aplicó a la lectura de la sección deportiva del periódico, a fin de enterarse de los resultados del futbol. Seguidamente resolvió un sudoku, y luego miró el reloj de la pared. El día era lunes, como dije, y el reloj marcaba las 10 de la mañana. "¡Carajo! -exclamó don Amarancio en su interior-. ¡Qué larga se me ha hecho la semana!". Hizo algunas llamadas personales en el teléfono de la oficina, y a continuación guardó el periódico y se puso a hacer como que hacía algo, pues se acercaba la hora en que llegaba el superior. No llegó -los lunes casi nunca se aparecía por ahí-, de modo que el resto del día lo pasó en amenas pláticas con sus compañeros, y en otras sabrosas llamadas telefónicas con sus amigos. De regreso en su casa se topó con una penosa novedad: el recibo del teléfono había llegado altísimo. "No me culpes a mí -le dijo su señora-. Yo mis llamadas las hago en el trabajo". "Pues yo también -declaró don Amarancio-. Todas mis llamadas las hago desde la oficina". El hijo y la hija del matrimonio manifestaron lo mismo: también ellos hacían sus llamadas telefónicas en sus respectivos trabajos. "Entonces -se rascó la cabeza don Amarancio- ¿por qué el recibo del teléfono salió tan alto?". Y dice la criadita de la casa: "Pos quién sabe, patrón. Todos hacemos nuestras llamadas telefónicas en el trabajo"... Pienso que México es uno de los países más burocráticos del mundo. En muchas oficinas de Gobierno casi no se hace nada, pero todo se hace con 15 copias. Lo peor es que los malos burócratas no hacen ni dejan hacer, y sólo sirven para estorbar la acción de los particulares. Más sociedad y menos Gobierno es lo que necesitamos. Y ya no sigo escribiendo porque ¡carajo, es lunes!... FIN.