A los 20 años de su edad Simplicio se enamoró perdidamente de una prostituta. No es lo mismo caer en brazos de una mujer que caer en sus manos, y aquella daifa hizo y deshizo con el candoroso joven. Jamás lo lamentó él: los placeres y deliquios que le dio a conocer la pecatriz muy bien valían los dineros y la tranquilidad que le quitó. Además, como dicen los franceses: "Les péchés de jeunesse sont ceux que l'on regrette le moins". Los pecados de juventud son los que menos se lamentan. ¡Cuán cierto es eso! Si se me permite poner una nota personal en el relato yo diré que jamás he lamentado los pecados que cometí en mi juventud. En cambio, los que no cometí los lamento todavía. Por eso pienso que la juventud sería perfecta si nos llegara en la vejez. En la juventud nos metemos en problemas; en la vejez los problemas se meten en nosotros. Pero me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Simplicio, ciego de amor por aquella pelandusca, les anunció a sus padres que se iba a casar con ella. Al oír eso la madre del muchacho sufrió un soponcio, vahído, telele o patatús, y quedó sin sentido en la otomana, sillón al cual se acercó prudentemente para caer en blandito. El señor, por su parte, que había sido Caballero de San Andrés antes de que las novelas de la televisión le impidieran asistir a la junta semanal, se cruzó el pecho con una equis, forma que tuvo la cruz en que el apóstol fue martirizado, y luego amonestó a su hijo con la sabiduría que la experiencia da. "Piensa bien las cosas, hijo -le recomendó-. Ya ves cómo me ha ido a mí por no haberlas pensado. El matrimonio es para toda la vida. Al menos yo he buscado afanosamente en mi acta de matrimonio, y nunca he podido hallar la fecha de caducidad". La mamá de Simplicio aprovechó esa perorata para volver en sí. Con desgarrado acento dijo al fruto de sus entrañas: "¡Te vas a ir al infierno, hijo mío!". "Probablemente -replicó el muchacho-. Pero me voy a ir con una sonrisota. Además seguramente voy a encontrar ahí al tío Lilo (Audilio era el nombre de ese tío), que no juntó en toda su vida un turno de 8 horas de trabajo, pero gozó la vida a plenitud". La alusión molestó a la señora. "En esto no metas a mi pobre hermano -protestó-. Él ya está juzgado de Dios. Si el castigo del Cielo no te arredra, piensa entonces en algo más importante aún: ¿qué irá a decir de esto la gente?". "También eso me tiene sin cuidado -contestó Simplicio-. A los 20 años no nos importa lo que la gente piense de nosotros. A los 30 nos preguntamos qué piensa la gente de nosotros. A los 40 nos importa mucho lo que la gente piensa de nosotros. Y a los 50 descubrimos que la gente nunca ha pensado nada de nosotros. Si alguien por esto piensa mal de mí, puede hacer con su pensamiento un rollo y..." "Vulgaridades no -lo interrumpió la madre-. Eso en mi casa no se admite. ¿Por qué piensas que he ordenado que en la cocina no haya molcajete?". Enseguida, volviéndose hacia su marido, clamó la atribulada señora: "¡Por Dios, Ataulfo, dile algo a tu hijo!". Don Ataulfo sabía más de la vida de lo que su apariencia hacía suponer. Le preguntó a Simplicio en tono paternal: "¿Quieres mucho a esa mujer?". "¡Hasta los límites de la locura, padre! -respondió el muchacho con arrebatamiento-. ¡Ella es mi luz, mi adoración, mi todo! ¡Soy suyo en cuerpo y alma! ¡Por ella estaría dispuesto a dar la vida! ¡Nada ni nadie me hará renunciar a este amor!". El señor, entonces, le puso al muchacho una mano sobre el hombro y le ofreció: "Mira, hijo: si dejas a esa pindonga te compraré un coche deportivo, de último modelo, convertible". Simplicio hizo una larga pausa, y luego preguntó: "¿De qué color el coche, 'apá?"... FIN.