Un señor enviudó. Lo compadezco mucho: si en un matrimonio falta el hombre, el mundo sigue; pero si falta la mujer se acaba el mundo. Yo le tengo encargado a mi señora que me despache primero; que por favor no se vaya de esta vida antes que yo. Sé que pedir tal cosa es egoísmo; pero sé también que sin su compañía todo se volvería soledad. Y yo a la muerte no le tengo miedo, pero a la soledad sí. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Enviudó aquel señor, y luego de un mes de viudedad, sus tres hijos -dos hombres y una mujer, casados ya los tres-, se reunieron con él en la casa paterna (casa materna, deberíamos decir) para hablar acerca de lo que deberían hacer ahora que el señor había quedado solo. "Yo pienso -declaró el hijo mayor- que lo que nuestro padre necesita es dinero. Él tiene su pensión, es cierto; pero si le ayudamos económicamente podrá vivir con mayor tranquilidad. Sugiero, entonces, que le entreguemos una cantidad mensual, que aportaremos en forma proporcional entre los tres". La hija veía las cosas en modo diferente. "Yo creo -manifestó- que no es dinero lo que a papá le hace más falta, sino compañía. Esta casa es muy grande para él, y le recordará todos los días a mamá. Mi propuesta es que la venda, y luego pase cuatro meses del año con cada uno de nosotros. Así no se sentirá solo; estaremos con él, por turno, sus hijos y sus nietos". Habló el hijo menor: "Me van a perdonar, pero yo pienso muy distinto. Opino que lo que verdaderamente necesita nuestro padre es otra mujer. Él no es tan viejo; se ve muy fuerte todavía, y no creo equivocarme si digo que aún está en posibilidad de hacer obra de varón. Mi sugerencia, entonces, es que, pasado un tiempo razonable -digamos, 15 días-, nos apliquemos los tres a la tarea de buscarle una nueva esposa que le haga casa y le brinde su amor y compañía, sobre todo en las noches, durante los años que aún le quedan por vivir". Al escuchar aquello los otros hijos se escandalizaron. "¡Cómo puedes hablar así! -prorrumpió el mayor, furioso-. ¡El cuerpo de nuestra madre todavía está tibio en la tumba, aunque quizá no tanto ya, debo reconocerlo, por las recientes lluvias, y tú te pones a hablar de otra mujer! ¡Con eso ofendes su memoria, y faltas al respeto a nuestro padre, que llora todavía la ausencia de quien fue compañera de su vida!". La hija, igualmente airada, le habló también con tono de reproche a su hermano menor: "¡Qué irreflexivo eres! En todo habrá pensado nuestro padre, de seguro, menos en tener otra esposa. Se halla aún bajo el peso del dolor, y tú vienes con esa proposición que no sé si calificar de cínica o imprudente, la de buscarle otra mujer. ¡Callar debías, insensato, para no profanar así el recuerdo de mamá!". "Hijos, hijos -intervino en ese punto el señor, con pesadumbre-. Por favor, no peleen entre ustedes. Ya veremos después lo que se hará. No se preocupen por mí. Regresen a su casa. Dejemos que pasen unos días, y luego trataremos este asunto con más calma". Enseguida, dirigiéndose al menor, le habló muy serio: "Tú quédate, hijo, que quiero hablar contigo". Salieron los otros dos, pensando en la severa reprensión que de seguro su padre haría al atrevido. Cuando estuvieron solos el viudo tomó al muchacho por el brazo. "Hijo -le pidió con ansiedad-. ¡Insísteles en lo de la vieja!"... Había un ilustre historiador de nombre don Antonio Pompa y Pompa. De él decía mi travieso paisano Valle Arizpe: "No molesta la pompa. Lo que molesta es la insistencia". Yo debo insistr en mi orientación a la República: mientras México no sea un país de leyes, sino de reyes -o sea de poderosos-, no podremos resolver el grave problema de inseguridad que nos agobia, y la impunidad seguirá siendo una de las principales notas de nuestra vida nacional. "Los mejores guardianes de la ciudad son los de madera", dijo Bías haciendo alusión a las leyes de Atenas, que se inscribían en tablas de madera. Ninguna protección mejor tendrán nuestras ciudades que la aplicación recta de la ley a todos por igual... FIN.