La mujer de Toro Sentado le dijo con molestia: "¿Acaso no conoces otra posición?"... Gerónimo, otro gran jefe indio, tenía un hijo, mocetón en edad de merecer. El muchacho se veía siempre exangüe, pálido, desmadejado, exánime, laso y extenuado. Gerónimo, con la ancestral sabiduría de su raza, supo bien lo que estaba sucediendo: el muchacho incurría en prácticas solitarias muy propias de su edad, pero lo hacía con exceso. Así, le consiguió una linda squaw, y lo desposó con ella. Pero al paso de los días el joven piel roja seguía exangüe, pálido, desmadejado, exánime, laso y extenuado, sin siquiera cambiar el orden de las palabras que servían para describir su condición. Gerónimo, lleno de inquietud, entró un día en el wigwam del recién casado, y lo sorprendió haciendo lo mismo que hacía antes. "¿Qué ser esto? -le preguntó enojado-. ¿Acaso no haberte conseguido yo una linda squaw?". Respondió el mocetón sin siquiera tener la cortesía de suspender su actividad: "A ella cansársele el brazo muy pronto"... Et in Arcadia ego. Yo también fui estudiante de la UNAM, que ahora tiene rector saltillense. Cursé en la institución una parte de mi carrera de Derecho, pero vagos anhelos de ingresar en la diplomacia mexicana para conocer el mundo me llevaron igualmente a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Esa escuela se hallaba todavía en Mascarones, la vieja fábrica jesuita, hermosa y recia al mismo tiempo. Ahí me topé, en el mismísimo primer año de estudios, con la abstrusa materia de Estadística, suficiente para acabar con cualquier sueño. Algo de cuentos sé, pero de cuentas nada, y cambié esas asignaturas por las de Filosofía y Letras, disciplinas que sí admiten los cuentos. Conservo, no obstante, de aquella otra escuela, el amable recuerdo del maestro Luis Cuéllar, que impartía con elegancia y donosura la clase de Francés, y la cátedra de don Luis Recaséns Siches, dueño de la bondad que la sabiduría da. Por la mañana, pues, iba a Derecho, y por las tardes a Filosofía. Ambas facultades, vecina una de la otra, estaban ya en la Ciudad Universitaria, todavía flamante. En Derecho fui alumno de don Ignacio Burgoa, de quien al paso de los años me volvería amigo; de Serra Rojas, de Jiménez Huerta, de Ernesto Gutiérrez y González, jurista extraordinario. En Letras Clásicas cursé materias con don Pablo Martínez del Río, don Demetrio Frangos, María del Carmen Millán, Eusebio Castro, Rafael Salinas, Margarita Quijano. Me dejaron su sello para siempre esos insignes profesores. Por causas de economía, prosaicas, pero por eso mismo poderosas, hube de interrumpir mis estudios para ganar el pan. Trabajé algunos meses como traductor en Dunn and Bradstreet -ahí también trabajó Lincoln, dicho sea sin ánimo de comparación-, en tiempos del señor Schultz y de una linda y gentil dama, Luz María Díaz Caneja, de quien guardo gratísima memoria. Mi compañero de escritorio era Guillermo Mixco, y mi ángel de la guarda la señorita Vale, con música del señor Morgado, que pasaba silbando siempre la misma alegre melodía. Ése es el único trabajo de 8 a 5 que he tenido en mi vida. Lo demás ya no ha sido trabajo. Luego decidí regresar a mi ciudad. Jamás olvidaré el abrazo emocionado que mi padre me dio cuando volví a la casa. Temía él que me echara a perder en la gran urbe. Me conocía bien, y sabía que tengo más capacidad para echarme a perder que para echarme a ganar. En Saltillo terminé mis estudios de letras y de jurisprudencia, pero guardo el orgullo de haber pasado por las aulas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Quien por ellas pasó nunca lo olvida. Ahora que la UNAM cumple sus primeros 100 años como tal, después de haber sido Real y Pontificia, le canto aquí las Mañanitas, y le doy gracias por haber hecho tantos bienes y por haber resistido tantos males... FIN.
