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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Aquel marido sorprendió a su esposa en trato de coición con un sujeto. "¡Perdóname, Cornulio! -clamó la pecatriz-. ¡No pude resistir las tentaciones de la carne!". Bufó el mitrado esposo: "¿Y lo mío qué es, mujer infame? ¿Verdura?"... Don Algón, salaz ejecutivo, llegó a un hotel de playa acompañado por una guapísima morena. Le pregunta, obsequioso, el empleado de la recepción: "Su viaje, caballero, ¿es de placer o de negocios?". "El mío es de placer -contesta don Algón-. El de ella de negocios"... Doña Madana, robusta amiga de la mamá de Rosilita, le pregunta sonriendo a la chiquilla: "¿Qué vas a hacer cuando seas grande como yo?". Con ejemplar laconismo responde la chiquilla: "Dieta"... Infelicio Malsinado, hombre de sempiterna mala suerte, narró en mesa de amigos su última desdicha: "Le pedí a un taxista que me llevara a algún lugar donde pudiera divertirme con una mujer ardiente. ¡Y me llevó a mi casa!"... El cuento llamado "El Mostrador" bien merece el calificativo de vitando, que se aplica a todo aquello que se debe evitar. Lo leyó doña Tebaida Tridua, y sufrió de inmediato un episodio del síndrome conocido por la ciencia médica con el nombre de Edelmann, consistente en pigmentaciones grises difusas de la piel, hemorragias petequiales, hiperqueratosis, polineuritis, caquexia y oftalmoplejía. He puesto ese relato hasta el final, de modo que las personas con escrúpulos no se vean obligadas a posar en él los ojos. La publicación de "El Mostrador" es una evidencia más para dar la razón, aunque sea en forma póstuma, a Oswald Spengler. Nacido en 1880 y muerto en 1936 (le sacó a la Segunda Guerra), ese escritor dedicó su vida a comprobar la decadencia de Occidente. Lean, pues, mis cuatro lectores el dicho execrable chascarrillo, o interrumpan la lectura donde dice: "Y ahora, he aquí la vitanda narración..." etcétera... De niño me quejaba por no haber recibido algo, y mi bendita abuela, mamá Lata, me consolaba con ternura: "No te preocupes, hijo. Algún día Diosito te dará lo que mereces". Ahora vivo bajo la angustia de que Diosito me dé lo que merezco. En tratándose de la justicia humana, la injusticia que se prolonga durante años deja de ser vista como injusticia, y se convierte en un hecho de la vida, una fatalidad, un fenómeno como los de la naturaleza -el rayo, por ejemplo- ineluctable. Bajo esa injusticia hecha costumbre vivimos los mexicanos. La violación cotidiana de la ley y de los derechos de los ciudadanos es cosa usual entre muchos de los encargados de aplicar la justicia en el País. El culpable anda libre, y el inocente es perseguido o privado de la libertad. Lo peor es que se piensa que después del agravio el decir: "Usted disculpe" restaura la justicia. Total: injusticia acá abajo, y allá arriba justicia. Estamos ligeramente jodidísimos... Y ahora, he aquí la vitanda narración cuya publicación anuncié para este día: "El Mostrador"... Llegó un forastero a la cantina de cierto olvidado pueblo, y en la barra le pidió al cantinero una cerveza. Mientras la bebía de pie le llamó la atención ver en un extremo del mostrador algunas rayas grabadas con navaja en la cubierta de madera. Una estaba a 4 pulgadas del borde de la barra, otra a 6, una tercera a 8, etcétera. Cada una de esas rayas tenía un nombre o algún apodo: Pitoncio, Trespatines, El Pichón, Giovannone Coscialunga. El visitante le preguntó al de la cantina qué rayas eran esas, y por qué cada una tenía un nombre. El tabernero respondió: "Mis clientes ponen sobre la barra su atributo, marcan su dimensión con una raya, e inscriben su nombre en ella". "¡Vaya! -se burla el recién llegado-. Entonces yo los supero a todos en medida". Y así diciendo comprobó su dicho. "Momento -le dice el cantinero-. Los de aquí se miden desde el otro lado del mostrador"... FIN.

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