Hubo una vez, hace ya mucho tiempo, un hombre que nunca olvidaba el cumpleaños de su mujer ni el aniversario de su boda. Jamás iba con amigos a jugar poker, golf o dominó. Tenía pequeños detalles de galantería con su esposa: le abría la puerta del coche; le separaba la silla para que se sentara, y con frecuencia le llevaba flores, chocolates y otros regalos. Los domingos le preparaba el desayuno, y se lo servía en la cama. No dejaba tirada su ropa, ni ensuciaba el piso. Además trataba con afecto a su suegra. Pero todo esto sucedió, como dije, hace ya mucho tiempo. Y, como dije también, una vez. Nada más una vez, que no se ha vuelto nunca a repetir... Al cantante y actor de cine Antonio Badú se le llamó “El Emir de la Canción”. Lo recuerdo por su interpretación de “Cabellera negra”, una de las tres canciones que sobre cabelleras femeninas compuso Agustín Lara. El nombre verdadero de ese artista era Antonio Namnum, pero él mismo se inventó el apellido Badú tomándolo de la palabra árabe “badue”, que significa beduino. Hijo de inmigrantes libaneses -¡cuán generosa aportación de gente de valer hizo Líbano a México!-, Badú nació en Real del Monte, estado de Pachuca. Desde niño, sin embargo, se avecindó con su familia en la Ciudad de México, en el barrio de La Merced. Ese entrañable sitio fue morada también de otros famosos personajes: Carlos Slim, Paco Malgesto, Federico Baena, Mauricio Garcés (libanés igualmente, apellidado Férez Yazbek), y desde luego el gran Jacobo Zabludovsky, hijo de don David, que tenía una tienda de retazos de tela y vivía con su familia en las calles de República de El Salvador. Ahora bien ¿a qué este ejercicio de nostalgia? Me sirve para decir que en el barrio de La Merced había familias de las más diversas procedencias -libaneses, judíos y españoles, principalmente-, y todos convivían en buen trato y amistad, y compartían en forma solidaria los afanes de la vida cotidiana. Sin renunciar a las tradiciones de su país de origen, enseñaban a sus hijos el amor a México, país que los recibió con generosidad. Si en todas partes se practicaran esas virtudes de tolerancia, respeto a los demás y ayuda mutua, otro sería nuestro mundo. Si todos los hombres y mujeres fueran como aquellos que pacíficamente se ganaban la vida en La Merced, con su trabajo honrado, sin dañar a nadie, otro sería nuestro país... Viene ahora un execrable cuento que nadie en sus cabales debería leer. Se llama “Coitus cum bruto”. Con esas palabras la Iglesia Católica define el pecado de “Bestialitas”, o sea bestialismo, trato sexual con animales, al cual considera una de las formas de “Luxuria consummata contra naturam”, junto con la masturbación y la sodomía. En la culpa de bestialismo, sin embargo, la Iglesia encuentra una circunstancia atenuante: “Rustici non raro aestimant bestialitatem minus peccatum quam fornicationem vel adulterium”. “Con frecuencia los campesinos consideran que el bestialismo es pecado menor que la fornicación o el adulterio”. Sirva esa justificación para entender el caso de aquellos dos beduinos que regresaban a su lugar de origen. Venían poseídos de urentes ansias lúbricas, después de haber sufrido durante mucho tiempo eso que Ramón López Velarde llamó “la cruel continencia del desierto”. Vieron a una camella, y uno de los beduinos ya no pudo contenerse más. Ató por el pescuezo al animal; le amarró también las patas delanteras y traseras, y luego desfogó en la bestia sus impulsos, tan largamente reprimidos. Acabado aquel trance, insólito y altamente reprobable, el beduino le dijo a su compañero: “Ahora sigues tú”. “Está bien -respondió el otro-. Pero a mí no me amarres”... FIN.