"Los hombres no sirven para nada -le dijo una señora a su marido-. Son incapaces de hacer dos cosas a la vez". Replicó el esposo: "Yo puedo hacer dos cosas al mismo tiempo". "¿Ah sí? -dudó la mujer-. Dame un ejemplo". Contesta el tipo: "Anoche, mientras te hacía el amor, estaba pensando en la vecina"... Alguien llamó al futbol "el juego del hombre". No discutiré el apelativo, pero en todo caso el mejor juego es el del hombre y la mujer. Es el juego de la vida. Ningún otro -ni el de la razón, ni el del arte, ni el de la política, ni el del dinero, ni el de la teología- tiene más importancia que ése. Igual que el ajedrez, el deporte es un mínimo espejo de la guerra. Le damos patadas a una pelota para no darnos patadas entre nosotros mismos. Sé que los deportes son la juguetería del adulto, pero hay algunos que no entiendo. El golf, por ejemplo. Lo considero huevonencia organizada, si me es permitida la palabra. Tiendo a aceptar la idea, sin embargo, según la cual conforme disminuye en los deportes el tamaño de la pelota, aumenta la elegancia y caballerosidad del juego: soccer, beisbol, tenis, golf. Y podríamos extendernos al ping-pong. Pero lo que estoy diciendo es teoría (bastante más modesta que la de Einstein sobre la relatividad, lo reconozco), de modo que no hay que hacerle mucho caso. El hecho es que ha empezado ya la Serie Mundial de Beisbol. Para mí eso es como si la vida comenzara. El otoño se vuelve primavera. De los juegos, el de octubre es más hermoso. Mi afición por el beisbol tiene más de seis décadas de edad. Jugué en las ligas pequeñas. Era un pésimo fildeador, pero a cambio de eso no bateaba bien. Siempre me ponchaba. Un día pegué de hit, y como lo hice por equivocación me anotaron error. Ya en la primera base tuve que preguntar direcciones para saber cómo ir a la segunda. Eso no me quitó la afición al Rey de los Deportes, y al gritarse el "¡Play ball!" en la gran carpa vuelvo a mis días de niño, cuando escuchaba los trepidantes juegos de los Yankees en un ruidoso radio. ("Hay mucha estética", comentaba solemnemente la culterana tía Cuca, para significar que había mucha estática). A partir de hoy, y mientras dure la Serie, cada día hablaré de las hazañas de un gran pelotero del ayer. Pero no de sus hazañas en el diamante, sino afuera, pues además de ser insignes beisbolistas algunos fueron también extraordinarios jugadores del juego que antes dije: el de la mujer y el hombre. No son pocos los legendarios beisbolistas que dieron carácter de leyenda a sus proezas amatorias. Consideren mis cuatro lectores, por ejemplo, el caso del más grande de todos: Babe Ruth. Lo que de él se sabe en el renglón del sexo roza los límites del mito, pero de todo dan constancia fehaciente numerosos testigos de su tiempo. Del Bambino se dice que una noche dio buena cuenta de todas las muchachas que prestaban sus útiles servicios en una casa de mala nota. Y eran seis las que formaban el staff. (¿Conocería el gran slugger, me pregunto, las miríficas aguas de Saltillo?). Aunque a ninguna mujer le hacía el feo, por alguna extraña razón Ruth prefería a las prostitutas. Su apetito sexual era tan grande como la pantagruélica voracidad con que comía. En aquellos tiempos -¡ah qué tiempos!- los periódicos no acostumbraban invadir la vida privada de los personajes públicos. Entonces se podía pecar a gusto, bendito sea Dios. Así, los aficionados nunca conocieron las desmesuras del Bambino. Y quienes las sabían no se las tomaban a mal, habida cuenta de la grandeza del inmortal jonronero. Si yo hubiera bateado como él, ahora podría hacer despreocupadamente lo que hago con tan preocupada despreocupación. No sería como Simpliciano, que el empezar la noche de bodas le preguntó a Pirulina: "¿Eres virgen?". "¿Para qué quieres saberlo? -respondió ella-. ¿Me vas a prender una veladora?". FIN.