Cambiaron de esposa. La de uno se fue con el otro, y viceversa. Pero el trueque incluyó también los hijos, los perros, la casa y el coche. El singular acuerdo lo hicieron en 1972 Mike Kekich y Fritz Peterson, ambos pitchers de los Yankees de Nueva York. Su insólito contrato es de seguro el más extraño acuerdo en la historia del beisbol. Al parecer cada uno de esos peloteros se sentía más a gusto con la mujer y la familia del otro, y tras obtener el consentimiento de sus respectivas esposas e hijos realizaron ese cambio. Hasta donde sé, las señoras ni siquiera hicieron la pregunta que planteó la tía Melchora, entrañable personaje de Los Herreras, Nuevo León. Un ex gobernador de ese Estado, compadre de su esposo, le dijo por hacerle una broma: "Comadrita, el compadre y yo hemos llegado a un acuerdo: cambiaremos de esposa. Mi señora se va a juntar con él, y usted se viene a vivir conmigo. ¿Qué le parece?". Respondió la tía Melchora: "¿Y yo qué gano cambiando cabrón por cabrón?"... Con motivo de la Serie Mundial de Beisbol he estado narrando anécdotas como esa que acabo de contar, relativas a la vida amorosa de algunos famosos peloteros. Picantes son esas historias, reconózcolo, motivo por el cual este domingo narraré un ejemplo. Así se llamaban antes los apólogos de los cuales podía derivarse una lección moral. Prometo, sin embargo, que esto no sentará precedente: soy el menos indicado para andar por ahí asestando moralejas a mi prójimo... Lo que voy a contar sucedió en cierta ciudad texana. Un patrullero de tránsito hizo que una mujer que conducía su automóvil se detuviera. Pistola en mano el oficial bajó de la patrulla, y apuntándole con el revólver a la conductora le ordenó que descendiera de su vehículo con las manos en alto, y se tendiera en el suelo, boca abajo. Espantada, la mujer obedeció. Sin dejar de apuntarle, el patrullero se acercó. "¿Trae usted un arma?" -le preguntó a la aterrorizada mujer. "No" -respondió ella temblorosa. "Entonces póngase de pie -le ordenó seguidamente el policía-, y coloque las dos manos sobre su automóvil. La voy a revisar". La conductora hizo lo que se le ordenaba. El oficial la cacheó concienzudamente, y al ver que, en efecto, la mujer no portaba ninguna arma, le pidió que le mostrara sus documentos. "Pero cuidado con hacer algún movimiento sospechoso -le advirtió- porque la llenaré de plomo". La mujer estaba muerta de susto por la actitud del oficial, y por sus amenazas. Le entregó los papeles que pedía. El hombre los revisó, y preguntó luego: "¿A qué se dedica usted?". "Soy ama de casa -respondió ella, temblándole la voz-. Todos en mi colonia me conocen. Iba a mi iglesia al ensayo del coro. No sé por qué me trata usted como a una criminal". "Mire -dijo entonces el policía-. Viene usted manejando con exceso de velocidad y metiéndose peligrosamente entre los vehículos. Estuvo a punto de chocar con un automóvil cuyo conductor frenó apuradamente para evitar el choque. Cuando el señor protestó haciendo sonar su claxon, usted sacó la mano por la ventanilla, y le hizo una señal obscena. A otra señora que venía conduciendo dentro del límite de velocidad usted le gritó: "¡Imbécil, hazte a un lado! ¿No sabes manejar?". Y sin embargo trae usted un rosario en el espejo retrovisor de su automóvil; una calcomanía en la defensa que dice: "Jesús te ama", y una imagen de la Virgen con un letrero: "Cuídame, Virgencita". Esas muestras de devoción religiosa contrastan con la forma en que venía usted conduciendo su vehículo, y con su comportamiento. Pensé entonces que se había robado usted el coche; que era una ladrona. Por eso la traté como a una criminal. Discúlpeme"... Moraleja: la religión es buena, a condición de que la llevemos más en el corazón que en las rodillas... FIN.