Don Languidio le pidió a su esposa que le diera permiso de ir a una despedida de soltero. "Habrá solamente hombres" -le juró. Ella, a regañadientes, dio su autorización. Cuando llegó a la fiesta, don Languidio se dio cuenta de que había ahí muchachas complacientes, una para cada invitado. Muy apurado llamó por celular a su señora y le dijo: "Hay mujeres aquí. ¿Qué puedo hacer?". Le indica ella: "Si crees que puedes hacer algo, regresa inmediatamente a casa". Había muchas moscas ese día, de modo que el jefe de la casa se dedicó a perseguirlas con un matamoscas. Le preguntó su esposa: "¿Has cazado algunas?". "Sí -respondió él-. Dos machos y dos hembras". La mujer se asombró: "¿Cómo puedes decir el sexo de las moscas?". Responde el señor: "Dos estaban en mi lata de cerveza, y dos en el teléfono". Hay quienes consideran a Joe DiMaggio el más grande jugador de beisbol de todos los tiempos. Su matrimonio en 1954 con Marilyn Monroe, máximo símbolo sexual en la historia del espectáculo, duró sólo nueve meses, pero Joe se mantuvo cerca de ella hasta la muerte de la actriz en 1962. El dolor de DiMaggio, y la devoción con que siguió enviando flores a su tumba cada día, conmovieron al mundo. Poco después de casarse con el pelotero, Marilyn fue a actuar para las tropas estacionadas en Corea. A su regreso dijo a su marido: "No sabes, Joe, lo que es recibir una ovación del público como las que recibí yo". Contestó tranquilamente Di Maggio: "Sí lo sé, querida; sí lo sé". Voy a contar ahora la historia de un campesino medio tonto, y luego haré una reflexión sobre una tontería de cuerpo entero. El campesino que digo, vecino de un villorrio cercano a Sevilla, concibió la peregrina idea de convertirse en bandolero, a la manera de los que Mérimée describe en sus novelas de la España de pandereta. Se consiguió una vieja carabina, pero no pudo allegarse pólvora ni balas, y entonces simulaba cargar el arma con tierra y cañamones -semillas de cáñamo- que daban apariencia de balas. Bien pronto la inocuidad del arma fue conocida por los viajeros, que en adelante hacían burla del hombre y de su carabina. El tal campesino se llamaba Ambrosio. De ahí viene la expresión que sirve para tildar a aquello que no sirve: "Es la carabina de Ambrosio". El muro que los Estados Unidos están levantando para proteger su frontera con México de la inmigración ilegal es algo inútil. Más de un billón de dólares ha gastado el Gobierno en un costosísimo sistema de radar y cámaras que se activan con el viento, o con el paso de los coyotes o las hierbas rodadoras, y que pone en acción a docenas de guardias que no encuentran otra cosa más que polvo y aire, mientras por otros lados los ilegales se cuelan como por un cedazo. En vez de seguir gastando en ese inservible muro y sus artilugios adyacentes, cuyo costo total se estima en 7.6 billones de dólares, los norteamericanos harían mejor creando un sistema de inmigración que sirva tanto para dar condiciones justas de trabajo a los migrantes como para satisfacer legalmente la demanda de esa mano de obra sin la cual la economía norteamericana sufriría graves daños. Y ya no digo más, porque estoy muy encaboronado por esa costosísima carabina de Ambrosio que a más de ser absolutamente ineficaz constituye un insulto para la humanidad, aún más odioso y detestable que el Muro de Berlín. ¡Qué bárbaro, columnista! ¡Seguramente tus palabras van a cimbrar, por partes iguales, la Casa Blanca y el Capitolio en Washington! Narra un último chascarrillo que tranquilice a la nación del norte. En la fiesta un tipo declaró: "Las mujeres que van al Colegio Rathole lo único que aprenden ahí es a follar". "¡Oiga usted! -protesta uno de los invitados-. ¡Mi esposa estudió ahí!". "La conozco -responde sin turbarse el individuo-. Y créame usted: le hace falta un curso de actualización". FIN.