Himenia Camafría, madura señorita soltera, invitó a don Geroncio, caballero otoñal, a visitarla en su casa. Él quiso ver la televisión, y dijo: "No puedo imaginar lo que la gente hacía por las noches antes de que hubiera tele". Se acercó a él la señorita Himenia y le murmuró al oído con voluptuoso acento: "¿De veras quiere que se lo diga?". Aun en tiempos infelices hay frases felices. Algunas de ellas me recuerdan la conocida anécdota según la cual James McNeill Whistler, pintor americano, pronunció una ingeniosa gracejada. La oyó Oscar Wilde y dijo entusiasmado: "¡Qué buena frase! ¡Me gustaría haberla dicho yo!". "Ya la dirás, Oscar -replicó el pintor-. Ya la dirás". (Whistler es el autor de aquel famoso cuadro, "Retrato de mi madre", por el cual varias generaciones hemos conocido, siquiera sea de perfil, a la progenitora del artista. Del padre no se sabe nada. ¡Para que luego hablen las feministas de equidad de género!). Yo daría el brazo derecho de mi mejor amigo por haber dicho algunas frases que he oído. Hace unos días, por ejemplo, expresé una vez más mi convicción en el sentido de que la Iglesia Católica debe abrir más espacios a la mujer, y permitir que pueda realizar oficios que ahora son exclusivos del varón, incluyendo el del sacerdocio. "¡No proponga tal cosa, licenciado! -me advirtió don Juan Jaime Sánchez Meza, uno de mis cuatro lectores-. ¡Eso sería tanto como poner la Iglesia en manos de l'útero!". ¡Cómo me habría gustado haber sido yo quien inventó esa frase! Su autor, me informa el mismo don Juan Jaime, es un ameritado periodista sonorense, hombre de inteligente humor, don Abelardo Casanova. Lo cierto es que la Iglesia a la que pertenezco -y a la que anhelo pertenecer hasta el último día de mi vida- afronta hoy una grave crisis. Naciones de profundas raíces católicas, como España, muestran ahora indiferencia, según se ha evidenciado en la visita del Papa Benedicto a ese país. "Hay mucha menos gente de la esperada", dijo en Santiago de Compostela una desolada religiosa. Ante una de las siete gigantescas pantallas dispuestas en varios puntos de la ciudad para que la multitud pudiera oír el mensaje del Pontífice, se congregaron apenas unas 20 personas. Es obvio que la Iglesia está perdiendo terreno. Crece la deserción de sacerdotes y religiosas, y disminuye el número de vocaciones. Urge un gran cambio, entonces, que a mi juicio debe incluir una reflexión a fondo sobre el tema del celibato y de la participación de la mujer en la vida eclesial. Osado soy quizá en mis opiniones, pero los laicos -incluso alguno tan desmañado como yo- tenemos también nuestro sermón. Viene ahora un cuentecillo más propio de goliardos que de personas de razón. Suplico a los lectores con escrúpulos que aparten de él los ojos. Sor Bette, religiosa de nuevo ingreso en el convento de La Monición, recibió el encargo escribir un memorial en 12 fojas útiles y vuelta dirigido al Obispo de la diócesis. Dudó primero si plasmar el ocurso en hojas de papel ministro, bond, lustrina, bristol, marquilla o modestísimo revolución. Vaciló luego en escoger los caracteres en que lo redactaría: gótico, elzeviriano, paloseco, romano, parangona, miñona o nomparell, si no es que -con más moderna tipografía- Baskerville, Caslon, Bodoni, Arian o Garamond. Lo que más preocupó a Sor Bette, sin embargo, fue el tratamiento que debería dar al Obispo al dirigirse a él. Pensó en poner: "Querido señor Obispo", pero eso le pareció demasiado familiar. ¿Acaso debería llamarlo "Su Señoría Ilustrísima?". Eso, juzgó, era en extremo mayestático. Lo más indicado, consideró, sería decirle "Monseñor". Pero ¿debía poner sencillamente así: "Monseñor", o: "Don Monseñor?". Se dirigió a la Superiora, que estaba cerca haciendo labor de calceta, y le preguntó: "Dígame usted, mi Reverenda Madre: 'Monseñor' ¿se pone con Don?". "Claro que sí -replicó la superiora-. De otra manera el convento sería ya una guardería". FIN.