El señor dice en el teléfono: "Discúlpame, mi amor: hoy no llegaré a cenar. Sí, mi vida. Sí, mi cielo. Lo que tú digas, ángel. Sí, muñequita. Yo también te adoro, princesa. Claro que sí, linda: lo primero que haré al llegar será darte el besito de las buenas noches. Y lo que siga luego ¿eh? Adiós, preciosa. Hasta lueguito, amor". Termina el señor su llamada, y los amigos lo felicitan: "Es increíble cómo después de tantos años de casados le sigues hablando así a tu esposa". "No era mi esposa -dice el señor-. Hablaba con la criadita de la casa". Entró en el bar un individuo de feo rostro, saliente dentadura, mirada amenazante y fiero aspecto en general. Con ronca voz le pide al cantinero: "Hágame un vampiro". "No puedo, señor -responde el de la taberna-. Ya Diosito se me adelantó". El educado caballero tuvo que oír a lo largo de la cena la tediosa perorata de un majadero que hablaba, como decían los latinos, "De omnibus rebus et quibusdam aliis", a propósito de todo, y de otras cosas más. Al levantarse de la mesa le dice el educado señor al parlanchín: "Es increíble, pero entre usted y yo sabemos todo lo que hay que saber". "¿De veras?" -pregunta halagado el individuo. "Así es -confirma el señor-. Usted sabe todas las cosas del mundo, y yo sé que es un indejo". Babalucas era de la policía montada. Le pregunta una señora: "¿Por qué no va en patrulla, como los demás oficiales?". "Lo haría con mucho gusto -contesta el tonto roque-. Pero no cabe mi caballo". En el pueblo vivía un hombrecito de muy corta estatura y caletre aún más corto. Se llamaba Minicio. Sus amigos le decían "El príncipe charro", por no decirle "El pin. chaparro". Cierto día hizo un viaje a la Capital. A su regreso les contó a sus compañeros lo que había hecho en la gran ciudad. Ellos manifestaron ciertas dudas acerca de uno de los episodios que les narró Minicio. No pudieron ponerse de acuerdo sobre el caso, de modo que decidieron hacerle una visita al obispo de la diócesis, pues pensaron que Su Excelencia podría dilucidar el espinoso asunto. Cuando se vieron ante el jerarca, los amigos de Minicio incitaron a éste a hacerle al obispo la pregunta, pues el chaparrín se mostraba tímido, vacilante. "Anda, hijo -lo alentó igualmente el dignatario-. Si eres corto en centímetros no lo seas en ánimo. Ya lo dijo el mantuano en su gran libro: 'Audaces fortuna iuvat'. La fortuna ayuda a los audaces. (Virgilio, La Eneida, 10,283). ¡Ea, muchacho! ¡Vamos! ¡No te me achicopales!". Como se ve, Su Señoría Ilustrísima era cultipicaño: pasaba con gran facilidad de una latiniparla de magistralía a la más llana forma de lengua popular. Eso de "achicopalarse" significa desanimarse, abatirse, apesadumbrarse. Así exhortado, Minicio le preguntó: "Dígame, Monseñor: ¿hay monjas en la Capital?". "Claro que sí, hijo mío -respondió el jerarca-. Tenemos copia de religiosas en la Capital". (Aquí "copia" significa abundancia de algo. De ahí viene "copioso"). "Y dígame su Excelencia -prosiguió Minicio-. ¿Hay en la gran ciudad monjas chaparritas?". "Ciertamente las hay, hijo -replicó el obispo-. Tenemos una a la que precisamente le decimos 'La monjita', porque es una madrecita de este tamaño". "Otra pregunta -continuó Minicio-. Algunas de esas monjas ¿visten hábito negro y blanco?". "En efecto, hijo -responde el obispo-. Hay algunas órdenes cuyo hábito lleva esa combinación. Por citarte sólo algunas, las Saturianas, las Cayetanistas y las Emerencianas llevan hábito negro y blanco". "Última pregunta -dice entonces Minicio-. Alguna de esas monjas ¿trabaja en el zoológico?". "No lo creo, hijo -responde Su Excelencia-. Hasta donde recuerdo, no tenemos ninguna pastoral zoológica". Al oír aquello, los amigos de Minicio estallaron en gran algarabía, y empezaron a gritar en burlón coro: "¡Minicio se tiró a un pingüino! ¡Minicio se tiró a un pingüino!". FIN.