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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Se llamaba Fidencio Flores. Era alto y era apuesto. Su profusa y sedeña cabellera blanca parecía de profeta. Y él lo era, pues tenía por oficio la poesía. Ese oficio nadie lo escoge. A quien lo lleva le fue infligido, como herida, por algún ciego dios. Vivía Fidencio Flores en Ramos Arizpe, antigua villa cercana a mi ciudad, Saltillo. La casa de su familia era muy grande: alto zaguán; patio espacioso en cuyo torno se alineaba una docena de vastos aposentos. Corría una leyenda acerca de sus padres. A causa de alguna causa que nadie jamás supo, el señor y la señora rompieron su relación, y dejaron de hablarse para siempre. Siguieron viviendo, sin embargo, en el mismo lugar; ella en un ala de la gran casona, en la opuesta él. Al empezar cada mañana la señora le pedía a una de sus hijas: "Ve a ver cómo amaneció tu papá". Y el señor le ordenaba a uno de sus hijos: "Vaya a ver cómo amaneció su madre". Así estuvieron por más de 30 años; separados y juntos a la vez. Un día la señora amaneció muerta. En el sueño la vida se le había acabado, como un sueño. Los hijos le llevaron la noticia al padre. Tres horas después murió el señor. "Y estaba muy bien" -comentaban ellos, desolados. Los velaron juntos, y juntos bajaron a la tumba. Cosas como ésta no suceden en las grandes ciudades. En las grandes ciudades suceden muchas cosas, y no sucede nada. Fidencio Flores, a quien todos llamaban "El último romántico", era poeta, como dije. Su más bello poema tiene un hermoso título. Se llama "Hostia santa". Es una oda dedicada a la tortilla, semejante a las que escribió Neruda en encomio del algarrobo, el aire o las flores amarillas, pero mejor quizá que éstas, pues Fidencio no era poeta famoso, y podía escribir por tanto con mayor verdad. La tortilla, en efecto, es hostia santa. Con ella comulgamos los mexicanos cada día. Sin la tortilla la vida de ricos y pobres no sería tan vida. Madre nutricia, se sirve igual en las más bajas fondas de los más bajos fondos que en los restoranes de más alta altura. Pero es, ante todo y sobre todo, esencial alimento popular. Si los pobres de México no mueren de hambre es sólo gracias a mamá tortilla. Con ella, frijolitos y chile, se puede pasar el día, y la vida se puede pasar. Por eso cuando el precio de la tortilla sube el pueblo sufre. En estos días el Gobierno dice que nada ha cambiado, que todo sigue igual. Pero no es cierto. Subió el precio de la tortilla. Si el dólar sube, no pasa casi nada allá abajo. Si la tortilla sube, allá abajo suceden muchas cosas. En mis andares de juglar llegué un día a Sombrerete, Zacatecas. Pedí tortillas en el pequeño sitio a donde fui a comer. "¿Las quiere de hombre o de mujer?" -me preguntó la dueña. Supe entonces que en Sombrerete, lugar rodeado de cruces (unos dicen que son para que el diablo no entre; otros afirman que son para que no se salga), las tortillas de hombre son las hechas en máquina, y las de mujer son las que salen de las manos de sabias tortilleras capaces de crear con sus aplausos esos perfectos círculos que se inflan en el comal como sapitos. En Río Grande, otro lugar zacatecano a donde me llevaron mis caminares por la legua, le añaden a la masa tintes vegetales, con lo que las tortillas resultan de colores: mexicanísimo rosa mexicano, verde limón, azul turquí. Acá en el norte, donde vivo, la tortilla de harina es preferida sobre la de maíz. En la cocina del Potrero, los domingos, cuando el almuerzo es de rica barbacoa, don Abundio no deja de sacar de la canasta las tortillas de harina. "Abajo están las de maíz, señor" -le dice la cocinera, preocupada al ver cómo el viejo se va acabando las de harina, más escasas. Responde don Abundio, cachazudo: "P'allá voy". Y don Simón Arocha, sabio señor, decía con tristeza: "Me siento más despreciado que la tortilla de arriba". Porque, en efecto, nadie toma jamás esa tortilla, sino las de abajito, por pensar que la de arriba ya se enfrió. Quienes leemos periódicos no nos preocuparemos por el alza de precio en la tortilla. Pero hay muchos mexicanos que no leen periódicos. Que no leen nada. Ellos sí sentirán ese aumento, y lo resentirán. No dudo que obedezca a las leyes del mercado, tan ciegas y tan crueles. Pero quizás esa obediencia debería desobedecerse algunas veces. Porque subirles a los pobres el precio de la tortilla es como subirles el precio de la vida. FIN.

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