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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Le preguntaron a un tipo que vivía en una ciudad fronteriza: "Oye: Fulano de Tal ¿es gay?". "No sabría decirlo -respondió, cauteloso-. Pero una cosa sí te puedo decir: es demasiado fino pa' frontera". La vida fronteriza, en efecto, ha presentado siempre problemas muy diferentes a los del interior. Y ahora presenta problemas mayores que los que antes presentaba. En los buenos tiempos -todos los tiempos que pasaron ya nos parecen más buenos que los de hoy-, el mayor problema de ir allá era el penoso trámite de "la pasada" después del viaje de compras a Laredo o MacAllen. "Abra la cajuela" -ordenaba con tono perentorio el aduanal. Resignados a lo peor, obedecíamos. "Trae usted muchas cosas -decía con tono desabrido el hombre, aunque uno trajera nada más una bolsita de Kisses. Cierto pobre hombre declaró no traer nada. Le dijo muy airado el revisor cuando el viajero abrió la cajuela: "¿No dijo que no traía nada? ¿Y luego esas botas?". "Son las que traigo puestas, jefe -replicó el infeliz con lamentosa voz-. Lo que pasa es que el coche es muy viejo, y la cajuela no tiene fondo". ¡Qué difíciles, en verdad, eran esas pasadas. y qué fáciles! Meneaba la cabeza el aduanal a la vista de las escasas mercancías que traíamos, y actuaba como si hubiésemos violado todas las leyes sobre importación vigentes en el País. "Usted dirá" -sugeríamos nosotros, temblorosos. "Bueno -cedía al punto el aduanal-. Deme p'al café". El café que consumía el aduanal era muy caro. Si daba uno menos de 20 pesos -sucedía en los años sesentas del pasado siglo lo que estoy contando- el individuo hacía un gesto al mismo tiempo de desagrado y de desdén, y sin palabras, con el puro gesto, demandaba más. Las señoras que hacían el viaje sin señor, cosa muy rara, pero que se veía a veces, eran más delicadas al cumplir ese menester de corrupción. Les daba pena entregar el billete en forma personal, y entonces lo ponían en la maleta, sobre los géneros que abrían comprado. Abrían el tal veliz, y el aduanal tomaba sin más el billetito, y daba por cumplido el trámite de revisión. Ésa es la primera manifestación que vi de lo que después se llamaría "simplificación administrativa". De 20 en 20 pesos -o de más en más, según- los aduanales se hacían ricos prontamente. Veía uno alguna casa lujosa y murmuraba: "Ha de ser de un aduanal", así como antes se decía: "Ha de ser de algún político"; así como decimos hoy: "Ha de ser de algún narco". Se bañaban aquellos señores -los aduanales, digo-, pero debían salpicar. Las aduanas eran una industria cuyas chimeneas llegaban muy arriba. Después las cosas se modernizaron, y vino lo del semáforo. El principio es que la autoridad confía en el ciudadano, pero no demasiado. Además son muy caprichosos los semáforos. Por ejemplo, en temporada de Navidad, o cuando hay puente, parece que se les funde el verde, y todos marcan rojo. No cabe duda: se ha perdido algo de aquella nostalgia de "chivear", cuando podías detenerte sin temor a mitad del camino a despacharte un machacado con huevo sin que eso implicara riesgo de muerte. El TLC trajo consigo también cambios diversos. En la pulga más cercana, o en cualquier mercado popular, podías encontrar ya toda la fayuca que antes conseguías sólo en el "el otro lado". En los centros comerciales de las ciudades grandes empezaron a verse las mismas mercancías que sólo allá se podían conseguir. Empezaron a establecerse aquí las tiendas norteamericanas: Sam→ s, Penney's, Costco, HEB... Más cómodo y barato -aunque igualmente inseguro- resulta ahora para algunos ir a "chivear" dentro del mismo México. El temor ya no es por la pasada, sino por la inseguridad. Ir de compras a la frontera americana entraña hoy por hoy riesgos que suscitan temores muy diferentes de aquel ingenuo miedo que sentíamos al afrontar al aduanal de ayer, cuya disponibilidad para el arreglo lo hacía finalmente inofensivo. Por eso muchos optan por hacer mejor sus compras en una ciudad grande, mexicana, en vez de ir a Estados Unidos. Alguien dirá que no es lo mismo, que falta la emoción de la pasada. Si de emociones se trata, bastará con sonarle el claxon cinco veces a algún agente de tránsito, policía o sujeto sospechoso, y luego pisar a fondo el acelerador. Esa pasada será también emocionante. FIN.

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