Para las salas cinematográficas, atontadas por el cine gringo, serán Zombies, pero para la Real Academia de la Lengua Española (que de manera reticente y arqueando las cejas concede un capricho al populacho), se trata simplemente de zombis.
La misma docta institución nos define al zombi como una persona que se supone muerta y que ha sido reanimada por arte de brujería, con el fin de dominar su voluntad. Este concepto arcaico de la vida zombi se origina en los viejos cuentos del vudú haitiano, cuando sedicentes hechiceros impresionaban a investigadores norteamericanos presentándoles a desdichados sujetos privados de la razón por el uso de herbolaria potente, luciendo efectos apenas distinguibles de los causados por la inhalación prolongada de resistol o thiner, pócimas industriales de la magia negra lumpen.
La creación de la nueva imagen de los zombis puede atribuirse, casi en su totalidad, a George A. Romero. Con La Noche de los Muertos Vivientes, inolvidable película de 66 realizada con 3 dólares, creó al zombi lento, bamboleante, caníbal, propagador de raudas infecciones, con debilidad culinaria por la masa encefálica de los vivos. Es un monstruo perfecto, flexible, que puede surgir en cualquier parte y originarse de cualquier manera. Como corría el año 1968, y permeaban los miedos de la guerra fría Romero los hizo nacer a causa de la contaminación radioactiva de experimentos gubernamentales.
Hoy, a nadie le extrañe, los zombis nacen de los horrores genéticos desarrollados en laboratorios de omnipotentes trasnacionales que fabrican masivamente las sustancias que terminan en nuestros platos o en nuestro botiquín. En el caso de Tierra de Zombies, es por la evolución del mal de la vaca loca, que se especula inició con suplementos para ganado obtenidos de la médula de las mismas vacas, involuntarias bobinófagas. Cuando la cinta inicia, el apocalipsis zombi pasó ya por su parte álgida, y los escasos sobrevivientes persiguen, a lo largo de la geografía estadounidense, la fantasía de encontrar un sitio intocado por el desastre.
Pero Tierra de Zombies no es una cinta de horror, es una comedia, y una muy buena. Los puristas del cine de zombis podrán pensar que en esta película sus adoradas criaturas pasan a papel secundario, casi papel tapiz, y tendrán razón.
No le faltan sangre y sobresaltos, pero en Tierra de Zombis, los monstruos son un pretexto para que se ejerciten las convenciones de las Road Movies (películas de viaje por carretera), del Buddy Film (amistades masculinas entre parejas disparejas), y de las Teen Movies (romance adolescente). Añádase al coctel Woody Harrelson en un papel a la medida, más una pizca de Bill Murray, y disfrútese. Le garantizo que no sufrirá indigestiones ni pesadillas. De hecho la cinta es tan breve y ligera, que ya ansío que me sirvan la secuela, acompañada de un submarino y un platito de sesos.
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