Hoy es un día para agradecer, no obstante las dificultades que nos obligan a pensar en las consecuencias de cada paso que damos: un camino antes habitual que se torna inseguro, horarios de rutina que deben recortarse para evitar la noche, actividades tan comunes como salir a caminar al amanecer, cenar fuera, reunirse con amigos a celebrar lo que sea, abrir la puerta de la casa... Todo hemos tenido que repensarlo y cambiarlo ante el temor de un asalto o para conjurar la posibilidad de coincidir con los delincuentes en el lugar y momento equivocados. Tenemos miedo, lamentamos la pérdida de nuestra paz, el trueque involuntario de muchas risas por más lágrimas. Y, no obstante, es tiempo de dar gracias. A Dios, por supuesto, porque tuvo a bien crearnos, ubicarnos en el sitio preciso en el que estamos, formando parte de un grupo, de una familia o cargando a cuestas con nuestra soledad. Gracias a su amoroso poder que nos mantiene en la línea, a pesar de cuanto hacemos por salirnos de ella. A su misericordia que nos hace sobrevivir a la enfermedad, al abandono, a las catástrofes y al desconsuelo. A su presencia intangible, pero segura, que nos permite sonreír, salir cada día a enfrentar la vida y encontrar en los niños, en las flores, en un conjunto de notas armonizadas, en el reflejo de la luna o en la mirada bondadosa que se cruza con la nuestra, razones que justifican la alegría de la Navidad.
Gracias porque de Él heredamos nuestra humanidad y el anhelo de sobrevivir, y porque la tristeza, las ausencias, los planes que no se concretan, las muertes anticipadas, las frustraciones, los engaños que pudieran acabar con nuestro espíritu, si bien lo hieren con los filos del dolor, dejan cicatrices que, como grabadas en una superficie de hielo, se funden al calor de un gesto amable, de un abrazo cordial, de una palabra consoladora, de un rato de compañía, de un beso de amor. Es tiempo de dar gracias porque si no lo hacemos, nuestro corazón, lleno de bendiciones, incapaz de contenerlas tendría que devorarse a sí mismo.
También es tiempo de PEDIR. No a Dios, porque Él no requiere petición alguna para darlo todo, sin recibo ni factura y a cambio de nada. Las peticiones son para nosotros mismos, en lo particular y en conjunto; como personas y como miembros de la sociedad; como individuos autónomos y como funcionarios públicos, porque ni unos ni otros estamos cumpliendo con nuestra parte y eso es lo que siembra dudas, provoca dolor e infunde miedo.
Pido a cada cual detenga un momento sus quehaceres para reflexionar y evaluar el peso que tienen las omisiones particulares en el pobre desarrollo y las muchas fallas de México. A quienes han sido favorecidos por el voto, por el sistema o por las circunstancias y gozan tan irresponsablemente de lo que disminuye las oportunidades y derechos de la mayoría, les pido que vivan como una realidad todo aquello que proclaman en sus discursos, declaraciones y campañas proselitistas. No podemos continuar diciendo una cosa y haciendo otra totalmente contraria. No es posible expresar un compromiso con la sociedad y traicionarla a cada momento ignorando sus problemas, indiferentes ante sus males, abusando de los recursos públicos para canalizarlos a las cuentas privadas. Ya no podemos resistir más palabrería hueca, promesas incumplidas, tareas no realizadas. Basta de elogios mutuos, de gasto irracional para construir imágenes que a la fuerza pretenden convencernos de sus virtudes, pero que resultan discordantes con la realidad de sus actos.
Sé que es difícil pedir algo que se desconoce -y eso sucede con la gran mayoría de nuestros funcionarios-, pero por el simple hecho de ejercer la autoridad, están obligados a educarse en el área y a encontrar en las raíces de la política que el honor, la dignidad, el respeto y la responsabilidad son condiciones indispensables -no elementos retóricos o decorativos- para desempeñar un cargo público.
Señores, señoras: bajen de la nube en la que su soberbia y la adulación de sus seguidores los colocan; sean autocríticos, incomódense, analicen su actuación y cumplan con su deber.
Es preciso que como país dejemos de hacer el ridículo con nuestra visión telenovelera de la realidad y enfoquemos en serio nuestra obligación de madurar, crecer y recuperar la respetabilidad que hemos perdido. Habiendo tantos temas pendientes, de cuya discusión debiera salir una mejora económica, una reforma educativa, mayor eficiencia energética, mejor administración y por ende más justicia, ¿quién tiene tiempo para pensar en hacer una película sobre el secuestro del Jefe Diego? ¿Por qué se niegan a analizar la indecente asignación de salarios y repartición de bonos, aguinaldos y privilegios de un cuerpo legislativo que no sirve para nada? Ojalá no fuera pedir peras al olmo.
Pido más. Padres de familia, maestros, comunicadores, líderes de opinión: todos en nuestras respectivas trincheras nos hemos hecho cómplices de la plaga consumista, la vida fácil y el vacío mental y espiritual creciente de las nuevas generaciones. Ayudémonos y ayudémosles a pensar, a definir con claridad las necesidades auténticas y los caminos para satisfacerlas. La época nos mantiene comprometidos con el consumo irracional de cosas: igual energía que zapatos, juguetes que teléfonos celulares, comida y bebidas que medicamentos para contrarrestarlas; lo mismo computadoras que ropa, agua igual que toda clase de artefactos inútiles. Por nuestra propia supervivencia, unámonos para detener esta vorágine que acaba con la salud, con los ingresos, con los valores trascendentes y los recursos naturales.
Hijos: son lo más preciado en el corazón de sus padres, pero no son sus dueños, ni ellos sus esclavos. Respétenlos, aunque no les hayan enseñado a hacerlo; considérenlos también producto de una época conflictiva y sepan que lo que ustedes perciben como fallas tiene más que ver con el amor y el temor que con el deseo de fastidiarlos: acepten las limitaciones que les impongan y entiendan que ese "no" que tanto les disgusta puede ser lo que les dé fuerza y sabiduría cuando ustedes asuman el rol que ahora ellos desempeñan.
Y una petición más para todos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres públicos y aquellos que discurrimos en la intimidad de una casa o entre las paredes de una oficina: TODOS somos deudores de nuestros ancianos; ellos son las raíces que alimentaron el árbol, la rama, la flor y hasta el nido que somos. Nadie surgió por generación espontánea, de modo que ninguno está exento de cumplir con los viejos, retribuirles, aunque sea un poco del tiempo y la vida por los que ahora existimos, vivimos y tenemos. Si nos parecen olvidadizos, más desmemoriados resultamos nosotros al no recordar que nuestra educación es fruto de su empeño, que sus manos nos condujeron, sus palabras nos alentaron, sus caricias nos permitieron seguir adelante y su fuerza nos sostuvo en cada momento de debilidad. Para que la Navidad de 2010 sea realmente feliz, hoy pido, además de todo, un rechazo completo a la exasperación y a la indiferencia y una gran dosis de ternura para los mayores que no planearon vivir tanto, y que por ahora sólo guardan el sitio que mañana habremos de ocupar nosotros. ¡Que así sea!
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