Si la indecisión y el titubeo parecían sellar el destino del sexenio, hoy la desesperación se perfila como su signo.
En éste o aquel otro campo comienzan advertirse actos desesperados que, en vez de aliviar, agravan la circunstancia nacional y desvanecen la aspiración calderonista de constituirse en gobierno. De bandazo en bandazo, la política oficial rebota en las paredes de la contradicción y, así, la administración, lejos de consolidarse en el poder, se desfigura en el no poder... y si eso es malo para la administración, peor es para la República.
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Se quiere todo y como no se puede todo, el calderonismo se conforma con algo o nada.
Se quiere la reforma política, sin perder las elecciones. Se quiere la recuperación económica, sin apretar el gasto. Se quiere la seguridad pública, sin considerar a la ciudadanía. Se quiere mejorar la educación, sin irritar a la Maestra. Se quiere transformar la industria petrolera, sin molestar a Carlos Romero Deschamps. Se quieren acuerdos, sin sacrificio. Se quiere reformar las telecomunicaciones, sin meterse con los monopolios. Se quiere el apoyo ciudadano, sin atender sus reclamos.
Querer todo y de ese modo es imposible y, entonces, se juega a congelar la bola. Dejar al tiempo el consumo del sexenio, rogando porque los problemas no deriven en crisis frente a las cuales se carece de respuesta.
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Durante el primer trienio, esas contradicciones, titubeos e indecisiones dieron por resultado una terrible inmovilidad política y un peligroso estancamiento económico, y hoy se transforman en actos desesperados que, en vez de atemperar, agravan, aceleran y agrandan los errores.
Sin claridad en los objetivos, sin estrategias ni prioridades da igual contar o no con una agenda. Se administra al día, al son de la urgencia que desplaza lo importante, y, en ese esquema, el horizonte nacional se establece cada fin de semana. No se resuelve lo urgente, no se plantea lo importante ni se concreta lo posible. Todo, absolutamente todo -según la administración-, exige de una gran reforma, y como reformar es imposible, la inacción se justifica.
Así, la energía y el esfuerzo de la administración se dispersan y diluyen. Una temporada se va por una Policía Federal y se elimina la Agencia Federal de Investigación, pero luego se fortalece a la Policía Fiscal y se crea la Policía Ministerial y, más tarde, la matanza en curso obliga a desatender el asunto. En otro momento el gran tema es el decálogo presidencial, pero un trimestre después lo verdaderamente importante es la reforma política que, en cuestión de días, se tambalea por la urgencia de integrar alianzas electorales de coyuntura. Más adelante, la atención se fija en la reforma fiscal, pero se afloja el paso porque -según esto- ya no es de vida o muerte. Luego, resulta fundamental establecer la cédula de identidad, pero no mucho porque hay dudas sobre la empresa contratada para ese fin. Poco importa el tema en boga porque, al final, la urgencia del día cambiará el foco de atención.
Tres años se fueron de ese modo y, ahora, la desesperación fija la agenda.
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A la falta de rumbo se suman dos ingredientes nocivos en extremo: uno, no decidir en qué pivotes se quiere fincar la capacidad de Gobierno y, dos, insistir en el armado del equipo de trabajo sobre la base de la lealtad y no de la capacidad.
El cambio constante de pivotes ha provocado sacudidas impresionantes. Al inicio del sexenio, se quiso asegurar la administración en el Ejército, el corporativismo magisterial, así como en el priismo y los poderes fácticos.
La apuesta de legitimarse en el poder sobre la base de golpear sin estrategia al crimen acarreó daños colaterales que -a pesar de múltiples advertencias- se desconsideraron: se agravió a la sociedad, diciéndole que le iba mal porque el combate iba bien. Ahí está la gente de Ciudad Juárez. La idea de echarse en brazos de la Maestra resultó asfixiante, no se tuvo el cobijo deseado y sí, en cambio, se vulneró la intención de mejorar la educación.
Vino, entonces, el acercamiento a los poderes fácticos, pero la administración se sintió presa de ellos y sobrevino el desentendimiento, cuando no la ruptura. Y el romance sadomasoquista del panismo con el PRI a punto está de terminar en una escena de violencia intrafamiliar: se quiere al priismo como aliado en el campo legislativo y como adversario en el campo electoral. Aunque, claro, el perredismo está tentado por la idea de practicar su enroque.
Rotos, lastimados o desgastados esos pivotes, la administración ahora ha descubierto a la ciudadanía y la busca como nunca. Obviamente, el calderonismo no encuentra ahí lo que busca porque, a pesar de las promesas, se desentendió de ella.
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En el otro ingrediente -el del equipo de colaboradores- es donde la administración calderonista ha mostrado enorme congruencia: ha sostenido la lealtad y la obediencia como requisitos indispensables para ocupar posiciones claves en el Gabinete. Capacidad y experiencia han sido accesorios.
Bajo esa premisa, un buen amigo puede un día repartir dinero y al siguiente recaudarlo. Otro puede participar como estratega electoral, encargarse de la seguridad social y más tarde de las comunicaciones. Uno más puede resbalar una y otra vez en la comunicación social sin renunciar a la posibilidad de ocupar la Secretaría de Turismo. Otro más puede impulsar la política económica sin entenderla. Y una más puede despachar como vicepresidente de la República.
Tal es la falta de capacidad y la confusión de roles en la administración que, ahora, en la política interior participa el titular de la Defensa, la Armada opera en tierra firme, la nueva Policía resulta vieja y la Comisión del Agua riega en vez de canalizar el líquido.
Muchos de quienes no mostraron lealtad y obediencia ciega ya se fueron... otros están por irse.
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Hoy, aquel titubeo e indecisión adquieren ribetes de desesperación, y el desencuentro se expresa ya no sólo de la administración hacia afuera, sino también hacia adentro, incluyendo, desde luego, a su partido.
Esa desesperación se expresa en el peor momento. Cuando el cansancio y la falta de coordinación en el combate aflora, y el crimen se reagrupa y amenaza la estabilidad social, harta a la ciudadanía, y le disputa al Estado el monopolio de la fuerza, el control del territorio y el cobro de tributo. Cuando es menester correr por un carril sin perder la dirección y apretando el paso. Cuando importa conducirse como estadista y no como operador electoral.
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