Entre sus acepciones, el diccionario define por desarticular: desorganizar, descomponer, desconcertar. La acepción le viene al calce a la circunstancia nacional pero, sobre todo, al quehacer de la clase dirigente. El país se encuentra desarticulado, desorganizado, descompuesto y desconcertado.
Increíblemente, la clase dirigente desperdició la oportunidad de utilizar el arranque del año para conjurar el fracaso de la política y, ahora, el calendario la encamina a la temporada electoral que, por su naturaleza, subrayará las diferencias. Las puertas de la confrontación están abiertas; si ésta se desborda o la aprovecha el crimen, la desarticulación será de muy difícil gobierno.
En tal condición, el reclamo de hablar bien del país o la vacilada de reducir la realidad a un asunto de percepción suena a burla. No es común hablar de lo que no sucede, más bien se habla de lo que ocurre, y cuanto está aconteciendo es lamentable, por no decir peligroso.
Si la clase dirigente no dirige ni sabe a dónde se dirige, resulta ingenuo -vaya término tan socorrido- hablar de dirigencia y dirección.
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Estos primeros meses del año resultaban clave para remontar la idea de una ausencia de Gobierno, entendiendo por éste la capacidad de la clase dirigente para conducir al país.
Conforme al decálogo prometido y al supuesto afán de recuperar la iniciativa, el Ejecutivo estaba obligado a impulsar y concretar -no sólo a anunciar y lanzar- las reformas contenidas en aquel ideario. Sólo así haría realidad dos anhelos: consolidarse en el poder y diversificar el debate nacional, evitando su reducción al problema de seguridad que él mismo colocó como principal motivo de su actuación.
En respuesta a la crítica de los anulistas y a la urgencia de represtigiar su actuación, el Legislativo estaba obligado a reivindicar los acuerdos en el marco de la pluralidad política. El creciente cuestionamiento a su actuación exigía legislar en aquellas materias que tienen empantanado al país. Era preciso obtener buenos resultados, no proyectos ni intenciones faraónicas.
En virtud de su distancia con la ciudadanía y de su incapacidad para fijar posturas firmes, los partidos estaban obligados a resolver sus diferencias internas, acordar su programa de acción y, entonces, mostrarse como una fuerza organizada y amparada en un proyecto, no como una federación de tribus o caníbales enfurecidos.
Reconocida la compleja circunstancia nacional, los primeros meses del año exigían a la clase dirigente mostrarse capaz de conducir al país y darle eficacia a la democracia. Significaban la oportunidad de plantarse con grandeza y decisión frente a una realidad que, de pronto, configura una situación de emergencia. Era menester hacer a un lado la pequeñez, la ineptitud y la estrechez de miras para darle rumbo y dirección al país.
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No ocurrió eso. El Ejecutivo anunció sin ánimo, impulso, ni negociación, sus iniciativas de reforma. En vez de concentrarse en ellas, privilegió la coyuntura y optó por atender lo electoral. Primero las alianzas electorales, no los acuerdos políticos; primero la coyuntura, después -si se puede- la estructura. El papelito firmado por Fernando Gómez Mont y César Nava y, luego, el papelón político que protagonizaron exhibieron al presidente de la República como jefe máximo del panismo. Expuesta quedó la estrechez de miras de la administración y su partido, el desinterés por la política y el entusiasmo por las campañas.
El Legislativo se colocó a la altura del Ejecutivo. Al interior de sus bancadas, sin el menor recato ni pudor, llevó disputas y contradicciones de sus partidos. Los coordinadores de las bancadas panistas actuaron sin conocer el parlamento y sin atender lo que el Gobierno les pedía; la bancada tricolor, senatorial y diputadil, se condujo como si pertenecieran a dos y no a un partido; y el perredismo, el perredismo, todavía hoy se pregunta si constituyen una o muchísimas bancadas, tantas como asientos tiene en el Congreso. La sucesión presidencial se presentó como el fantasma del parlamento. Las bancadas jugaron a poner zancadillas a sus adversarios fueran o no de su mismo partido.
Los partidos mostraron un juego absurdo: mostrar qué tan partidos están. El PRI jugó a las contras dentro de sus filas, dejando ver que la posibilidad de recuperar el poder presidencial tiene por prerrequisito desatar una guerra civil dentro de sus filas. El PAN hizo sentir que si bien Felipe Calderón se siente el jefe máximo, no las tiene todas consigo. El PRD jugó a encargarse de sí mismo, a hacer de su división interna motivo de pelea sin voltear a ver qué ocurre fuera.
En esos cuatro meses, la clase dirigente en vez de apretar el paso, lo aflojó y lo perdió. Las diferencias entre el Gobierno y su partido, la pelea preliminar del priismo por la precandidatura presidencial, las diferencias entre el liderazgo formal y real del perredismo dejaron ver cómo la clase dirigente entiende el desastre de la política como una delicia, como una distracción insustituible.
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El reducido espacio para enderezar la política se perdió y, absurdamente, los poderes formales le abrieron las dos hojas de las puertas a los poderes fácticos que, en la debilidad de la clase política, advierten su oportunidad. Poderes que, poco a poco, apresan al país entre sus redes. Y sobra decir que entre esos poderes se cuenta el poder criminal. La oportunidad de reivindicar la política, de fortalecer las instituciones e imprimirle eficacia a la democracia, la dejaron ir los políticos.
Mayo y junio concentrarán la atención en el concurso electoral que, más allá de su valor intrínseco, perfilará las posibilidades de los partidos con rumbo al 2012. Pero el tono de las precampañas de este año anticipa que más de una elección se resolverá no en las urnas, sino en los tribunales. En esa circunstancia, no puede descartarse una prolongada temporada postelectoral.
Será quizá hasta agosto o septiembre cuando la nueva correlación de fuerzas permita saber qué se puede hacer y qué no en cuanto a reformas estructurales se refiere. Qué fuerza sale debilitada o fortalecida. En todo caso, la clase dirigente se ha exhibido como una élite incapaz de entenderse entre sí y, por lo mismo, de darle dirección y perspectiva al país.
La emergencia nacional no ha tocado fondo y da rabia ver cómo se desperdicia el tiempo y cómo se despilfarran los recursos políticos, económicos y sociales para articular el país y, entonces, hablar de algo distinto.