La sala Nezahualcóyotl, pieza principal del Centro Cultural Universitario, erigido en los años setenta a la vera de la Ciudad Universitaria original, es no sólo un magnífico recinto de conciertos, sino un motivo de orgullo para los mexicanos, por la magnificencia de sus instalaciones y el ejemplo que significa: ¿por qué la sociedad mexicana, que a través de la UNAM erigió esa instalación formidable, no ha de ser capaz de realizar muchas obras de esa misma naturaleza y de emprender tareas que la pongan a salvo del deterioro y la depresión que según muchos diagnósticos está por embargarla?
En la sala Nezahualcóyotl ocurren a menudo acontecimientos prodigiosos. Este fin de semana, para no ir más lejos, la Orquesta Sinfónica de Minería, dirigida con mano maestra por Carlos Miguel Prieto, cerró su ciclo de este año con una colosal interpretación de la quinta sinfonía de Mahler, que emocionó hasta el extremo a los miles de asistentes. Dos semanas atrás, en otro momento de gran intensidad se estrenaron los Tres laberintos concertantes del compositor mexicano Samuel Zyman, también con la orquesta que patrocina la Facultad de ingeniría de la UNAM a través de la Academia de música del Palacio de Minería.
Innumerables han sido las funciones dignas de memoria albergadas y propiciadas por ese recinto, sede habitual de la Orquesta Filarmónica de la Universidad Nacional, uno de cuyos más notables directores, Eduardo Mata, fue uno de los impulsores de la construcción de esa sala, inaugurada en diciembre de 1976. En ese momento, se colocó en uno de los pasillos de acceso una placa en que se hacía justicia a los autores del edificio que habían sido formados en la propia UNAM y eran a la sazón miembros de su personal. En dicha placa se inscribió el crédito correspondiente.
"La realización de esta obra estuvo fundamentalmente al cuidado de los universitarios Arcadio Artís, Francisco de Pablo, Orso Núñez, Roberto Ruiz"
El año pasado, la sala cerró temporalmente sus puertas para ser sujeta a un cabal remozamiento, pues las autoridades se hicieron cargo del deterioro que el uso frecuente produce en instalaciones a las que tienen acceso grandes públicos, no obstante el escrupuloso mantenimiento de que se le dota. La remodelación de la sala terminó en abril pasado. Esa suerte de renacimiento quedó marcada por un magno concierto de la Ofunam con el reputadísimo Ramón Vargas.
Sin necesidad alguna, como parte del remozamiento fue sustituida la placa mencionada por otra casi idéntica, fechada en diciembre de 1976, no en el momento en que fue colocada, y donde dice: "Esta sala se construyó con la participación de los distinguidos universitarios Francisco de Pablo Galán, Orso Núñez Ruiz Velasco, Roberto Ruiz Vila".
Es decir, se excluyó de la lista al arquitecto Arcadi Artís, quien figuraba en el primer lugar en la placa que miles de personas leyeron durante los 33 años en que estuvo situada al paso de los asistentes a la sala. Salvo el improbable caso de un error, de una omisión involuntaria, se trata de un acto de mezquindad, de un intento al mismo tiempo ingenuo y doloso de modificar hechos acreditados en muchas otras fuentes, y de privar de la fama pública que deriva de la construcción de ese gran recinto a uno de sus principales autores.
En la red, en este momento, en las páginas oficiales de la Dirección de Música de la UNAM se puede leer informaciones como estas: al hacerse una síntesis histórica de la sala, se afirma que "el proyecto fue confiado al arquitecto Arcadi Artís y a Christopher Jaffe, quien se encargó del diseño artístico". O bien, :que ese recinto fue "planeado cuidadosamente en su arquitectura por los arquitectos Arcadi Artís y Orso Núñez".
A ambos, en ese orden, los menciona el ingeniero Javier Jiménez Espriú, en lo que es al mismo tiempo que una remembranza personal, una suerte de relato oficial de la génesis de la sala, emprendida durante el rectorado del doctor Guillermo Soberón, en que Jiménez Espriú fue secretario general administrativo. Recuerda el autor, que ha tenido un largo desempeño en la Universidad nacional y en la administración pública federal, que Eduardo Mata y él mismo concibieron la idea de una sala de conciertos siendo muy jóvenes, y que pudieron materializarla a partir del año 1975, con el importante consejo y apoyo de Diego Valadés, a la sazón director de difusión cultural de la UNAM.
"La sala se construyó -puntualiza Jiménez Espriú-al año siguiente, apegándonos estrictamente a los tiempos -en once meses-y al presupuesto -34 millones de pesos-lo que no sucede con frecuencia y que fue, como deben ser todas las actividades universitarias, otro acto educativo".
Corregir la pequeña vileza que entraña excluir a Artís de la placa mencionada es un imperativo que las autoridades de la Universidad pueden emprender inmediatamente. No se trata de un asunto menor, que afecte sólo el prestigio de un profesional que goza de amplia reputación y gran solvencia profesional. Se ha implicado a la UNAM es un conflicto que no interesa dirimir aquí, pero cuyo resultado es contrario a la ética. Y como dijo Jiménez Espriú respecto del calendario y el gasto cumplidos al levantar la sala, se requiere aquí un acto educativo. No debe ser difícil devolver su crédito a Artís, porque entraña el ejercicio de valores universitarios, como el respeto, en cuya vigencia se esmera el rector de la Universidad Nacional, que busca hacerlo parte de las vivencias de la UNAM y no sólo enunciados carentes de sustancia.