Hace cinco semanas todo era euforia y entusiasmo. México contaba con un equipo sólido se decía, las posibilidades eran buenas, tendríamos una actuación destacada. Los medios llevaban años calentando el ambiente. Las secciones deportivas se fueron ampliando con la versión optimista. El espacio y el tiempo invertidos en destacar las cualidades de los jugadores y la gran experiencia del entrenador desplazaron a cualquier noticia internacional o los desastres naturales e incluso a la pequeña política que nos ahoga. "La Verde" inundó al país y, como cada cuatro años, ocurrió lo que tenía que ocurrir: una actuación mediocre, mares de explicaciones y justificaciones inútiles, la simbólica renuncia del técnico y a empezar de nuevo.
Pero no sólo sucede con el futbol. La misma ruta crítica la vivimos con las Olimpiadas, es decir que las próximas caras largas las veremos con el espectáculo de Londres en un par de años. Inflar las expectativas, exagerar las cualidades, perder ánimo crítico pensando que ese circo le sirve al país y terminar llevando a decenas de millones de mexicanos a la percepción de un fracaso colectivo que se repite sin fin es una experiencia que ha dejado muchas cicatrices. La perversa historia no es inofensiva, no se desvanece, no somos los mismos después de cada trance. Salimos lastimados y esas heridas afectan al país. Hay un daño muy severo que se expresa en la credibilidad en nosotros mismos, en la confianza para emprender nuevos rumbos y construir un mejor futuro. Si no podemos obtener una actuación destacada en el futbol que es tan popular, qué esperar en ciencia o tecnología en las que participa una pequeñísima porción de los mexicanos.
El deporte en el mundo se ha convertido, en parte gracias a los medios, en la expresión más sana de un nacionalismo que sigue siendo argamasa necesaria para cualquier país. Salvo honrosas excepciones nuestros fracasos deportivos son la regla. Tomar medidas al respecto no es un asunto secundario. La energía que muchos jóvenes mexicanos ponen en sus entrenamientos sobre todo en los deportes olímpicos no merece como respuesta las múltiples historias de descuido y corruptelas que le siguen a cada encuentro. Cómo es posible que países con una población muy pequeña como Uruguay o con niveles educativos y de ingreso muy bajos como Ghana o sin tradición futbolera como Estados Unidos tengan desempeños mejores o en ascenso. Estamos acostumbrados a que nos vapuleen los europeos, los propios sudamericanos y a los estadounidenses que menospreciábamos, ya los vemos con respeto. Algo anda muy mal.
De entrada pareciera que las reglas internacionales no se cumplen del todo en México, por lo menos en lo que respecta a la propiedad de los equipos, (ver
De Santiago Cordera y la entrevista con Juan Villoro en
, Julio 2010). La injerencia de los medios tiende a deformar la competencia como acicate imprescindible entre los equipos. Por si fuera poco el comercio, que al final del día eso es, de los jugadores no es del todo libre en perjuicio de ellos mismos y del deporte. Además la apertura global que se vive, es decir jugadores extranjeros en México y mexicanos jugando en otras ligas, no alcanza ni por mucho los niveles de otros países. En eso seguimos cerrados con las consecuencias de toda cerrazón. En fin, seguimos a medias las reglas que han logrado la superación de ese deporte en otros países.
En el caso del deporte olímpico es la existencia de auténticos cacicazgos y corruptelas las que han convertido a los apoyos oficiales en una pesadilla. Por supuesto sobran las historias de personajes que no tienen la menor experiencia en el deporte y que terminan como directivos con los resultados imaginables. Si estas desviaciones no se corrigen de raíz seguiremos obteniendo los mediocres resultados que provocan vergüenza. ¿De quién es la responsabilidad? En el caso del deporte olímpico básicamente de las autoridades federales, en el caso del futbol de la FIFA, de los directivos mexicanos y de los medios que lucran sin pensar en las consecuencias emocionales que ese negocio provoca en el país. Responsables hay.
Aquí estamos de nuevo como cada dos años con las esperanzas aplastadas por la realidad. Qué envidia de la buena ver a los españoles cargando la copa, qué envidia ver el juego de los uruguayos frente a Alemania. Qué envidia poder aprovechar una pasión popular en beneficio de un país. Porque las canchas en México, de las más pequeñas y modestas, de los llanos o las porterías improvisadas con dos piedras al Estadio Azteca pasando por el estadio universitario, seguirán siendo visitadas. Los jóvenes mexicanos seguirán jugando una "cascarita" cada vez que puedan y organizándose para perseguir al balón. Pero de poco servirá esa pasión popular o el haber sido sede en dos ocasiones si lo que impera es la irresponsabilidad, las corruptelas, el negocio, el desprecio, el profundo desprecio hacia los mexicanos y sus pasiones.