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Don Alejo

GILBERTO SERNA

Las horas nocturnas perezosas transcurrían con gran lentitud. No era una noche cualquiera. Sabía con la certeza de un condenado a muerte que esa madrugada sería la última de su vida. No esperaba otra cosa. Lo habían conminado a que desalojara su rancho, sin más razón que las armas que portaban. Se había quedado solo, no habría quién fuera en su auxilio. Acostumbrado al uso de sus armas deportivas, decidió vender cara su propiedad aunque tuviera que pagar con el precio más alto: su propia vida. Se entregó en esos momentos a negros pensamientos que desechó de inmediato, preparando su escaso arsenal, colocando rifles en cada ventana, los que usaba en sus excursiones cinegéticas. Escuchó el ruido de los motores de las camionetas que se aproximaban a su finca, se tomó un pequeño respiro, acarició la carabina y respiró profundamente. Que sea lo que Dios quiera, murmuró para sus adentros y se persignó. Eran las 5 de la mañana.

Los recuerdos se le agolpaban en esos cruciales instantes. Por un momento volvió a su infancia, su madre lo llamaba: levántate, es hora de que te arregles. Iría a la escuela. Jugaría con niños de su edad. Apenas contaba con siete años de edad. En el recreo encontraría un grupo de rapazuelos que tratarían de arrebatarle la bolsa del desayuno que manos amorosas habían preparado. No permitiría que eso pasara. Era la tozudez con que lo había dotado la naturaleza, testarudo y obstinado. Aunque sus enemigos fueran mayores. Transcurridos setenta años más, otra vez el destino lo ponía en la encrucijada de resistir o ceder; varias detonaciones lo devolvieron a la cruda realidad. Era el grupo de gavilleros que lo habían amenazado con lo peor si no les dejaba su rancho. No estaba dispuesto. Solo y su alma se preparó.

El tiroteo con armas de fuego no lograba que los forajidos avanzaran. Don Alejo, con sus setenta y siete años a cuestas, no pedía ni daba cuartel. Los malosos pronto cayeron en la cuenta de que no rendiría la plaza. A los disparos siguieron granadas, lo que les permitió, a poco, entrar a saco hasta el interior. A quemarropa lo rociaron con fuego de metralletas. Esperaban encontrar adentro un número mayor, por eso se sorprendieron. Don Alejo había hecho frente a los salteadores como si fueran no menos de veinte hombres. Esta tragedia e historia de valor, se escribió hace unos días en el rancho San José ubicado a 15 kilómetros de Ciudad Victoria en Tamaulipas. ¿De dónde sacaría este hombre esa fuerza de voluntad?, había arrojado una moneda de la suerte al aire, sabiendo que en sus dos caras traía grabadas una cruz, ¿entonces?

Cuando los políticos se quedan paralizados, atragantándose con su propia saliva, don Alejo nos pone un ejemplo de decoro, de pundonor, de hombría y de dignidad, que tanta falta hace en estos días. Lo único que me restaría es desearle a don Alejo, donde quiera esté, ojalá que sea en el Olimpo de los verdaderos héroes, con una corona abierta de guirnaldas ciñendo sus sienes, que su sacrificio no haya sido en vano y aunque peque de ramplón, agregaría, me hizo conocer que los autores de la letra de nuestro himno patrio no andaban tan desencaminados, cuando sus autores escribieron "piensa ¡Oh Patria querida!, que el cielo un soldado en cada hijo te dio". En fin, son días aciagos en que los hombres de bien, sin llegar al heroísmo de don Alejo, deben meditar acerca del futuro que les espera a las nuevas generaciones y del presente que se nos vino encima, con lo cual me pregunto: ¿acaso habrá algún destino, peor que el deparado en el presente?

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