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Don Vicente-Nario

ADELA CELORIO

Yo empecé esta nota con el gusto que siempre me proporciona hablar con usted lector, lectora. Hasta con un poco más tal vez, porque mañana me voy con mi Querubín a la playa y eso me pone de magnífico humor ya que entre otras cosas, al nivel del mar hasta nuestros pleitos son disfrutables.

Para comenzar mis vacaciones como Dios manda, debía mandar antes de irme, la colaboración a nuestro Siglo; pero he aquí que cuando sólo faltaba ponerla en el correo electrónico, un torpe dedazo y ¡#*&#! el texto desapareció. Este maldito aparato se la tragó con todo y puntos y comas; y yo aquí, con el ánimo de una víbora de cascabel, intento reescribir lo ya escrito; aunque sé que nada podrá ser igual con el enojo que traigo.

De cualquier modo ahí voy y es mejor que nadie me interrumpa. Perdonen que siga con mis variaciones sobre el mismo tema, pero es que todo cuanto ocurre en esta capital; los dominicales paseos en bici que organiza nuestro Jefe de Gobierno, el reencarpetado de algunas avenidas, las baratas en los centros comerciales, y hasta las enchiladas de Sanborn's; todo, repito, forma parte de los festejos con que honramos a Don Vicente Nario.

Aquí ni la hoja del árbol se mueve sin que su movimiento se sume a las dos mil trescientas acciones o eventos que en el transcurso del año habrán de llevarse a cabo en todo el país y que alcanzarán su momento más glorioso el próximo quince de septiembre con la participación de miles de actores en un evento de la misma magnitud con que se inauguran unos juegos olímpicos.

El costo de la francachela que pagaremos usted y yo, será de 60 millones de dólares (según la Revista Proceso del 14 de febrero) que para cualquier diputado mexicano es una tontería, pero que en mí despiertan el arraigado sentido cebollero que siempre he tenido de la economía. Si se me permitiera opinar, diría que lo apropiado es que el costo de los festejos sea proporcional al escaso éxito que han tenido los dos grandes movimientos que estamos celebrando: el famoso Grito de Dolores para quitarnos de encima a la corona de España, y cien años después el de Madero para quitarnos de encima al abusón de Don Porfirio. Se me ocurre que ya tendríamos que haber aprendido que todo cambio de régimen, incluido el que intentamos hace apenas diez años, es empresa de alto riesgo dado que la herencia que deja el viejo orden ha encarnado en nuestra identidad y puede ser un fuerte impedimento para el cambio.

Andamos a fuego cruzado, los decapitados se han vuelto cosa del diario, la economía está más perra que nunca, y ahí siguen, aplastadotes sobre los ciudadanos los diputados, los senadores, el gober asqueroso y muchas otras ignominias. Lloramos cada mañana tanta barbarie, pero después de sonarnos la nariz, volvemos a estar listos para el festejo.

Debe ser porque el sol todavía es gratis y los baños de mar no cuestan. Será por las jacarandas que se nos regalan en estos días, por la primavera que hace posible el derroche de luz; y por la Guadalupana que aún agotada como está, no ha cambiado su política de puertas abiertas.

Pudiera ser también por aquello de que "ay, ay, ay, ay, canta y no llores/" o por la capacidad genética que tenemos de no hacer hoy lo que podemos dejar para mañana; misma que si analizamos, tampoco es tan mala porque gracias a ella no hemos acabado todavía con nuestro generoso país.

Que sea por lo que sea; sigamos dispuestos al festejo y de momento; vámonos de vacaciones y al regreso Dios dirá. Y algo ha de decir porque aquí seguimos y según reciente encuesta, la mayoría de los mexicanos aceptamos ser razonablemente felices.

Adelace2@prodigy.net.mx

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