Cuando el 1º de enero de 1994 entró en vigor el acuerdo de libre comercio con nuestros vecinos del Norte, Estados Unidos y Canadá, Carlos Salinas de Gortari, en ese entonces presidente de la República, nos vendió la idea, entre otras cosas, de que seríamos socios comerciales de dos grandes potencias, eliminaríamos barreras al comercio, se estimularía el desarrollo económico y se aumentarían de manera sustancial las inversiones para México.
Se hablaba entonces que estábamos entrando de lleno en la era global y que muy pronto llegaría el desarrollo esperado, la competitividad de empresas y la productividad de trabajadores estarían a la par que las norteamericanas. Algo muy importante, se insistía en que la educación escalaría niveles de calidad de primer mundo, se enseñaría el inglés a los niños y nuevas tecnologías y competencias. Por ese tiempo el país se sentía henchido de orgullo porque participaríamos en un club de gente privilegiada.
Me acuerdo que en esa época, tenía yo un compañero profesor que difería de todas aquellas predicciones. Era bastante crítico de las decisiones tomadas por las autoridades. Hablaba de la marginación en que estaban sumidos millones de mexicanos, pueblos aislados en las montañas del Sureste, comunidades que expulsaban miles de compatriotas con rumbo al Norte, niños y jóvenes sin oportunidades de progreso. Algunos de nosotros diferíamos, pensábamos que estaba equivocado.
Lo traigo ahora a colación porque quince años después, al viajar de Norte a Sur, por carreteras secundarias, que no autopistas, carreteras sencillas, estatales, te das cuenta que hay más de un México y que estamos muy lejos de aquello. Uno es el México que te cuentan los políticos, las autoridades, desde presidente de la República, gobernadores y alcaldes, que día a día dan cifras alegres y estadísticas de avances y el otro es el México que se observa de pueblo en pueblo. Al dejar las autopistas, esas que algunas se hicieron como parte del mismo tratado, descubres con tristeza que los pueblos ni siquiera merecen un letrero con su nombre, menos servicios básicos, escuelas dignas o calles pavimentadas.
Transitando por carreteras regionales del Estado de México, observas por ejemplo, campesinos que todavía aran la tierra con bueyes y arados de madera. No han llegado implementos y técnicas modernas de la agricultura. Y eso que ahí gobierna quien busca desesperadamente la Presidencia del país, pero él anda muy ocupado haciendo campaña, gastando dinerales en su imagen de gobernante modelo.
Conoces, por ejemplo a jóvenes como Felipe que tiene 16 años, estudia la preparatoria y además es guía en el santuario de la mariposa monarca de Sierra Chincúa, en el estado de Michoacán. Tanto su abuelo con 84 años y su padre son guías por esos senderos de la montaña. Nadie en su familia ha ido antes a la universidad. Él quiere ser el primero, pero no la tiene fácil, me dice. No cuenta con recursos suficientes para trasladarse a Morelia y al mismo tiempo le corroe la tentación de irse, como sus tíos a Estados Unidos.
-Ellos eran inteligentes, me dice mientras toma un atajo en el camino que conoce como la palma de su mano, mis tíos son inteligentes, pero no tuvieron los recursos para seguir una carrera. Por eso se fueron al otro lado, allá sí la han hecho. Ahora vienen cada cuatro o cinco años, traen sus camionetas, a nosotros nos traen regalos, televisiones, bicicletas para los sobrinos, pero sus hijos ya son de allá, allá van a la escuela, ellos ya no vuelven. Yo todavía no sé si me vaya, prosigue, quizás más adelante, ahora tengo que terminar la preparatoria. Lo que más me gusta es la biología. Quiero estudiar ingeniería ambiental, me interesa la naturaleza, cuidar de ella, he sido guía aquí en el santuario y veo la importancia de mantener nuestro entorno. Pero igual tendré que marcharme, si no consigo para ir a la universidad.
¿Cómo no sentir la tentación de elegir irse, en lugar de quedarse en su tierra, cuando no hay oportunidades? Es triste descubrir que Felipe, a pesar de su deseo de prepararse a lo mejor jala para el Norte.
Cuántas otras razones hay para sentirse desanimado, impotente, por ejemplo lo que se oye en muchos de los pueblos, el tráfico de droga, la siembra de narcóticos en lugares alejados y perdidos de nuestra geografía.
En Tlalpujagua, pueblo mágico en el estado de Michoacán, enclavado en la montaña, trabajan día con día para atraer turismo, ya que la minería que en su tiempo le dio esplendor al pueblo, hoy ya no existe. La actividad económica es ahora el turismo y se necesita mucho amor a su pueblo para encontrar razones para invertir en actividades productivas que les permitan un mejor nivel de vida. Pero también se requiere de autoridades honestas y competentes.
Cuán lejos estamos de aquellas promesas, ser socios comerciales de los vecinos del Norte sin que eso se refleje en el bienestar de las personas. ¿Cuánto tiempo más habrá de transcurrir para que jóvenes como Felipe no se tengan que ir, más ahora que estamos inmersos en una guerra contra las bandas de narcotraficantes y el futuro de nuestros jóvenes pende de un hilo? Pensemos en el caso de los dos estudiantes de una de las mejores universidades del país, muertos en medio del fuego cruzado. No se vale.